miércoles, 25 de enero de 2012

La otra historia no existe



Me narro la historia de lo que no fue,
la inexistencia es el perchero de la idealización.
Lo que pude ser,
lo que dejé de ser,
lo que sólo soñé ser,
resplandece con el brillo propio de la ausencia,
del vacío donde, como aullidos de murciélago,
rebotan y vuelven mis grandiosas fantasías.

Tropiezo con la posibilidad retrospectiva,
esa compulsión de la memoria
a la ornamentación del pasado.
La celda del “si hubiera” se ensancha
con cada recuerdo retocado,
la añoranza es la enemiga íntima del ser.

La otra historia no existe,
el presente es la delta de mi vida,
el resto es necedad de la imaginación.
La otra historia no existe,
hoy  la  empiezo a escribir con la tinta
corriendo en las venas de mi deseo.

Juan Pablo Brand (2012), La otra historia no existe


      En días previos una paciente joven inició una de sus sesiones de psicoterapia con la semblanza de los últimos quince años de su vida, enfatizando los puntos críticos, donde las decisiones o la ausencia de ellas fueron cruciales para definir largos periodos de su devenir. Se cuestionaba, se recriminaba y verbalizaba las fantasías que tenía con respecto a lo que sería su vida actualmente si hubiera hecho las cosas de manera diferente. La versión alterna era maravillosa: residencia en un país de primer mundo, éxito profesional, convivencia con una pareja ideal y una calidad de vida encima del 95% de la población mundial. La escuché, recordé sesiones previas y cuando concluyó la narración que ocupó casi todo el tiempo de su sesión le dije: “Tu otra historia no existe y por eso es magnífica”. Me miró unos segundos, tras lo cual su boca esbozó una ligera sonrisa al tiempo que parafraseó: “Mi otra historia no existe”. Un psicoanalista lacaniano hubiera concluido en ese momento la sesión, pero siendo más afín a la corriente relacional en psicoanálisis percibí que la paciente estaba en uno de esos momentos clave de la vida donde la psique condensa el trayecto vital y vincular, es lo que Jung denominó psicosíntesis, eventos poco frecuentes que cuando emanan hay que resguardarlos como diamantes surgidos de las entrañas del ser. Aproveché los minutos restantes para señalarle a la paciente que parecía encontrarse en uno de estos momentos, agregando que era un episodio psíquico donde había el riesgo de quedar atrapada en el tiempo, repitiéndose incesantemente la crónica de su  desventura hasta ser arrastrada primero a la espiral de la ansiedad para después caer en la noche de la depresión, orientando sus días por el “pudo ser” mas que por el “soy”. Agregué que otro camino podía ser trabajar el duelo por esa “otra historia”, lo cual no es sencillo pues al ser una quimera, no hay restos sobre los cuales llorar, es similar a cuando uno trabaja con los niños el dolor por la despedida del amigo imaginario. 
       Esto me llevó a reflexionar que mi paciente sufría un “mal de época” el cual podría llamarse “El Mal del Lola”, haciendo referencia al popular largometraje de Tom Tykwer Corre Lola corre, donde se plantean tres hipótesis sobre un periodo de veinte minutos en la vida de la protagonista, las variaciones dependen de encuentros, sucesos, en fin, de ligeros cambios en la historia que terminan definiendo los tres posibles finales. El gran éxito de la película fue mostrarnos como la vida se teje a cada instante y cualquier variable puede cambiar un supuesto rumbo. Cuando tomamos decisiones abrimos o cerramos mundos, desde ir a un centro comercial donde podemos coincidir con alguien o enfrentar un suceso inesperado, hasta la elección de una carrera profesional la cual por si misma nos vinculará con personas las cuales quizá nunca hubiéramos conocido si hubiéramos optado por otros estudios u otra institución. Al paso del tiempo fantaseamos sobre esas decisiones y las posibilidades que se hubieran abierto de haber optado por otras alternativas. En ocasiones tomamos decisiones que nos libran de un malestar, un daño o una situación incómoda y agradecemos el giro producido por dicha decisión. Pero lo que suele predominar actualmente es la idea de que si se hubiera tomado otro camino las cosas irían mejor, frente a esto surge una intensa necesidad de protección de la propia historia, la cual se expresa en afirmaciones recurrentes como “No me arrepiento de nada”. Probablemente las connotaciones que cobró la palabra “arrepentimiento” en la tradición judeo-cristiana al asociarse al pecado y su expiación, nos lleva a rechazarla automáticamente. Para la Real Academia de la Lengua arrepentirse es “sentir pesar por haber hecho o haber dejado de hacer algo” y “cambiar de opinión o no ser consecuente con un compromiso”. A partir de estas acepciones considero muy complicado y hasta ingenuo afirmar “No me arrepiento de nada”, como si estuviéramos blindados al error. Arrepentirse no es expiar, es solamente aceptar la propia falibilidad, lo cual nos libera de la carga de crear y sostener nuestra “historia oficial” llena de grandes acciones, inagotables placeres, decisiones contundentes y exenta de equivocaciones y dolor. Tanto “la otra historia” como la posición “no me arrepentimiento de nada”, manifiestan un intenso temor a la vulnerabilidad y la angustia de no protagonizar la Historia (con mayúscula y que en general también es ficticia) y perderse en la brumosa sociedad. Las dos son falsas versiones de nuestra vida, pues la vulnerabilidad es como la muerte, nadie la quiere cerca pero de que llega, llega.
       Cuenta la tradición que tras vivir 29 años resguardado en su palacio, Siddhartha Gautamá pidió permiso a su padre para salir a las calles, el cual accedió pero dio indicaciones a sus subalternos de que liberaran la ruta que recorrería su hijo de cualquier estímulo que pudiera afectar la inmaculada percepción del príncipe. A pesar de los esfuerzos, Siddhartha se enfrentó con la visión de un anciano, un enfermo y un muerto. Estos encuentros transformaron su cosmovisión empujándolo a una vida espiritual que lo hizo trascender como el Buda. Retomo esta conocida historia para subrayar el hecho de que estar vivo, aún en las mejores condiciones, conlleva la constante posibilidad de enfrentar malestares. Aún con el autocuidado más sistemático y eficaz, estamos sujetos a la genética, a la realidad y la condición de los otros. Como quien hace todo para no morir, sin pensar que si no muere pero los demás si, en algún momento su existencia será una permanente sucesión de pérdidas.
       La otra historia no existe, insistir en narrarla es cuidar las heridas pero no dejarlas cicatrizar, como los niños que gustan de arrancarse las costras. La versión de “no arrepentimiento” es como quitar una cicatriz con cirugía estética, borrar la evidencia no cambia el dolor vivido en el pasado.
       La otra historia no existe, por tanto podemos empezar a escribirla ahora, desde lo que somos. Hay quien siente que está condenado por su pasado, frente a esto retomo una frase extraída de la maravillosa película de Mis tardes con Margueritte de Jean Becker. Germain, protagonizado por Gérard Depardieu, es producto de un encuentro sexual fortuito de su madre con un desconocido, por lo cual su madre, quien imaginaba para sí misma una vida llena de grandes aventuras, le expresa un permanente desprecio por responsabilizarlo de finiquitar sus aspiraciones. En una ocasión, Germain conoce a una anciana aficionada a la lectura, Margueritte (Gisèle Casadesus), con quien establece una relación de amistad. En algún momento Germain le pregunta a Margueritte que se puede hacer cuando alguien no solamente no ha sido amado por su madre, sino que ha experimentado su desprecio. Margueritte responde sabiamente con un enunciado que cito de memoria (por tanto no es textual): No lo sé, probablemente quien no ha recibido suficiente amor en su infancia tiene todo por descubrir.
Hacer el duelo por la “otra historia” pretérita nos permite vivir en el presente en total apertura al descubrimiento, aceptar el “soy” liberados de buscar quimeras para dejarnos sorprender por el encuentro. Quizá al puro estilo de Alejandro Jodorowsky, uno debería escribir “la otra historia” en papel, quemarla y enterrarla en una maceta junto con algunas semillas para ver crecer vida de aquello que nos ha quitado horas y horas de vida.

viernes, 13 de enero de 2012

Twitter: Dolor y Providencia en la teología de Sinead O’Connor



Le doy gracias a Dios de que exista Twitter
Sinead O’Connor

Does anyone know a psychiatrist in Dublin or Wicklow who could urgently see me today please? I'm really unwell and in danger. I desperately need to get back on meds today (¿Alguien conoce a un buen psiquiatra en Dublín que me pueda ver con urgencia hoy? Realmente me encuentro mal, y en peligro. Necesito desesperadamente volver a tomar medicamentos hoy)… Este mensaje de exactamente 140 caracteres fue enviado vía twitter el miércoles 11 de enero  de 2012 (hace dos días) por la cantante irlandesa Sinead O’Connor quien la noche previa había tenido un segundo intento de suicidio en una semana. A su llamado respondieron inmediatamente cientos de personas  recomendándole especialistas.
En septiembre de 2011 tras haber enviado varios mensajes en twitter con textos sugerentes de intento suicida, publicó en su blog lo siguiente: Las personas que expresan sentimientos suicidas son menos propensos a actuar en consecuencia. Cualquier persona que muestre el menor indicio de mierda al expresar sentimientos suicidas es un pendejo y se le pide educadamente  abandonar definitivamente su preciosa compañía.
Frente a estos hechos cabe la pregunta ¿qué impulsa a esta talentosísima cantante, quien con su tatuaje de un Cristo coronado en el pecho, su rapado permanente y sus cuarenta y cinco años, conserva esa mágica belleza celta? 
La pregunta me resuena profundamente pues he seguido su trayectoria por décadas. En 1990 salió a la venta su segundo LP, I do not want what i haven’t got (No quiero lo que no tengo), el cual mi hermano tuvo el buen criterio de comprar cuando los discos todavía eran de acetato y esto me permitió conocer a esta peculiar y hermosa canta-autora. El long play incluía Nothing Compares 2U (Nada se compara contigo), paradigma musical del rompimiento amoroso adolescente, promueve la fantasía de que hay legiones de parejas alternas pero solamente se quiere estar con el amado o la amada, pues nadie se compara con él o ella. La espléndida voz de O’Connor y la maravillosa música contrastan con la banalidad de frases como aquella de: Fui al doctor y ¿adivina que me dijo?: niña mejor trata de divertirte, no importa lo que hagas, él es un tonto. Pero al mismo tiempo la canción satisface la sed de metáforas de los corazones adolescentes en duelo: Ha sido todo tan solitario sin ti, como ave sin una canción. Siendo honesto, todo lo dicho sumado a que la pieza la compuso Prince, resultaron para mí nimiedades frente a la voz de la irlandesa cuyos encantadores ojos parecen tener el mismo tamaño de su boca.
 Así que cuando supe que acompañaría a Peter Gabriel en la gira de su disco US, durante la cual el genial compositor y cantante daría su primer concierto en México, besé incesantemente mi boleto de entrada. Ya en ese momento O’Connor era una figura polémica, no sólo por aparecer semi-desnuda en la portada del US, sino por que el 3 de octubre de 1992 al participar en el popular programa Saturday Night Live, cantó la canción de War de Bob Marley como forma de protesta contra los abusos sexuales de los sacerdotes católicos. Mientras interpretaba la pieza cambio la palabra racismo por abuso de menores tras lo cual presentó frente a las cámaras una fotografía del papa Juan Pablo II, la rompió y pronunció la frase lucha contra el verdadero enemigo.
Todavía la recuerdo en el concierto como hada vestida con overol danzando y cantando descalza  por todo el escenario. Pido disculpas a los Gabrielofilicos y a los  fanáticos de los maestros Tony Levin y Manu Katché, que también acompañaban al músico, pero la cantante calva me inquietó hasta el paroxismo con su maravillosa voz en los coros de Blood of Eden, haciéndome olvidar al magnífico consorcio de artistas que hicieron de esa noche un rito al buen gusto el cual concluyó con una fiesta de todo el staff sobre el escenario.
En particular dos de sus interpretaciones erizan inclementemente mi epidermis. Una es su versión de The house of the rising sun, melodía de autor anónimo que relata la mala fortuna de un individuo en Nueva Orleans, la cual se hizo popular en 1966 con la grabación del grupo The animals. El cover de O’Connor inicia con su voz a capella, sutilmente se une un acompañamiento de guitarra, luego el bajo hace escuchar su voz, para cuando se une el piano uno se encuentra hipnotizado y dispuesto a seguir a Sinead ahí adonde vaya (Para escuchar la canción: http://www.youtube.com/watch?v=_bDW-YQZVLw).
La otra es su interpretación de I don’t know how to love him, esa magnífica canción del primer musical compuesto por Andrew Lloyd Weber, Jesucristo Superestrella. Esta pieza me conmueve desde la infancia, quizá por mi precoz empatía con las mujeres tristes, la cual me alió con el dolor del personaje de María Magdalena quien amó profundamente la humanidad de Jesucristo. Su batalla entre lo terrenal de su pasión y la incontrovertible misión espiritual de su amado, despertaron tempranas preguntas en mí que años más tarde me hicieron devorar la novela de Nikos Kazantzakis La última tentación de Cristo, llevada al cine por Martin Scorcese. En esta novela se plantea la hipótesis de lo que hubiera sucedido si Jesucristo hubiera elegido a María Magdalena en lugar del sacrificio en la cruz que lo consumó como mesías. La versión de O’Connor pertenece a su disco Theology, además de la extasiante voz con la cual canta, la interpreta con un estilo irlandés que fusiona dos de las grandes pasiones de la cantante, su tierra y a Cristo, a quien lleva tatuado arriba de sus senos (Para escuchar la canción: http://www.youtube.com/watch?v=lgKb7-YC9lI).
            Talento y Melancolía son primos hermanos, pareciera que mientras más inquieto es el espíritu, la tristeza le acecha más, probablemente se deba que a quien es creadora o  creador la pérdida le resulta más intolerable, quizá el deseo de crear es un intento por huir del dolor y sacarle la vuelta a la muerte, por eso cuando la musa se difumina o hay una pérdida real, los fantasmas de la infancia retornan removiendo el terror resguardado bajo la obra. Sinead O’Connor, es la tercera de cinco hermanos, teniendo ocho años sus padres de divorciaron y ella junto con los dos mayores va a vivir con la madre, mujer intensamente maltratadora de cuyos impulsos destructivos huye O’Connor a los trece años para buscar refugio con su padre, quien al no poder sostener la intensidad de la adolescente la interna en una institución de religiosas. Es ahí donde uno de esos maravillosos seres rescatadores descubre su talento y lo promueve, antes de los veinte años ya había hecho sus primeras grabaciones. En 1985, la madre muere en un accidente automovilístico, hecho que afecta profundamente a O’Connor. Posiblemente al morir la madre antes de que Sinead comprendiera las razones de su maltrato, la dejaron sola atrapada en una red de enojo, incertidumbre y culpa. Tras el final de su cuarto y último matrimonio el cual duró 16 días, la cantante declaró que ya no se vincularía románticamente con nadie pues no soportaría ver que nuevamente se le hace daño a un ser amado como le hicieron los periódicos a su más reciente esposo. Al parecer, el día de la boda, O’Connor sintió un poderoso deseo de consumir crack lo cual derivó en una serie de eventos desafortunados recogidos por la prensa. Ella coloca la responsabilidad en la prensa pero la causa del daño la dirige a si misma.
En un comunicado el día de hoy en su página oficial, ella escribe que su psiquiatra opina que no sufre Trastorno Bipolar, por tanto su medicación será temporal. Muchos opinadores sostienen como explicación de los comportamientos de la cantante a través del tiempo, la oscilación entre la manía y la depresión.  Los diagnósticos son siempre son polémicos y nunca son suficientes para dar cuenta de la acción y pensamiento de una persona y menos con el nivel de  la complejidad de O’Connor.   
La cantante declaró ayer al diario The Sun: Dios me quiere por aquí, pero no entiendo por qué. Probablemente el dolor profundo de O’Connor es que no le encuentra sentido a la obra de su vida, todos sus intentos por salir de ella misma parecen resultar infructuosos frente al espectro de la madre que sigue maltratando y deplorando cada uno de sus actos, madre desplazada a la prensa del espectáculo plagada de seres que ante su falta de atributos y corroídos por la envidia, dedican su vida a intentar destruir a los creadores al sentirse aplastados por sus obras.
O’Connor atribuye su salvación a Twitter, propiamente a las personas que conforman la red que ella comparte en Twitter. Probablemente el lado amable de las redes sociales es que cuando en soledad la persona siente que es arrastrada hacia el abismo de la destrucción,  puede lanzar un grito de ayuda y recibir en tiempo real manos que le hagan emerger al menos del momento crítico e impregnarla de vida en la espera de la llegada de los cuidados más intensivos.
Para Sinead O’Connor, Twitter fue su salvación y considera que Dios hizo posible la creación de Twitter. Me parece que como ella, millones de seres humanos alrededor del mundo han encontrado en las redes sociales una nueva manifestación de la Providencia, por lo que ya no rezan mirando al cielo sino escribiendo en sus teléfonos móviles o las pantallas de sus dispositivos digitales. Las nuevas revelaciones llegan por vía de  los “Amigos” o los “Seguidores”, quienes dan certeza ontológica: “Me responden, por tanto existo”.


miércoles, 4 de enero de 2012

Cuatro jinetes espirituales de Cataluña: Gaudí, Casals, Dalí y Miró



         Como ritual de arribo a las ciudades me gusta visitar una edificación representativa del lugar. Este invierno al llegar a Barcelona, me registré en el hotel, arrojé mi maleta a la habitación y me encaminé a la recientemente nombrada Basílica de la Sagrada Familia, la cual se ubicaba a unas cuadras. Era domingo, la noche ya había avanzado, por tanto, mi camino fue solitario, frío y en medio de esa penumbra iluminada de las ciudades.
Cuando se viaja, la imaginación hace una labor previa a partir de las imágenes y los relatos, pero siempre sucede que la realidad no se corresponde con la fantasía. Uno cree que los espacios exaltados se encuentran casi flotando en un limbo, como sitios sagrados alejados de la contaminante banalidad y no deja de sentirse cierta decepción al descubrir que las ciudades van devorando la magia de los entornos de los magníficos edificios.
Esta vez no fue la excepción, cerca del Templo alcancé a visualizar una de sus peculiares torres, al virar en una esquina estaba frente a mi el punto más visitado de toda España, como una puerta a un universo sagrado en medio de una modernísima ciudad. Mi llegada fue por la fachada de la Pasión que no es la más recurrida en las fotografías, tras emerger de mi éxtasis ante el edificio negótico-modernista caminé la cuadra necesaria para llegar a la fachada del Nacimiento.  En ese instante me atrapó el espíritu de Gaudí, quien inició esta construcción en 1882 y a la fecha no se ha podido concluir. No pude entrar en ese momento, pero regresé dos días después. A ésta, se sumaron las visitas a la Casa Batlló, Casa Milá y el Parque Güell. Todos caracterizados por un estilo naturalista-acuático-anatómico que provocan en el espectador la sensación de edificios en permanente movimiento, ya sea un efecto de derretimiento o un empuje de corriente marítima. Gaudí no invadía la naturaleza, la continuaba, la decoraba. Al visitar su casa en el Parque Güell, la cual fue diseñada por uno de sus discípulos, fui testigo de una escena la cual me dejó unas horas en reflexión. Un visitante que andaba muy entusiasmado con su cámara, se acerca a la habitación donde dormía Gaudí y se encuentra con una cama individual y libera un grito interrogante: “¿Dormía solo?”. En realidad, el único dato con base suficiente de la vida sentimental del arquitecto, fue su intención de casarse con Pepeta Moreu, quien le dio las gracias por su ofrecimiento y decidió casarse con otro hombre. Esto ha levantado suspicacias sobre la posible homosexualidad de Gaudí, lo cierto es que al ver su habitación, la cual se conforma de una cama, un reclinatorio, una cruz y sobre ella una espiga que se dirige al firmamento, hace pensar en una vida contemplativa y espiritual, que da cuenta de sus obsesiones ascencionistas con el diseño de la Sagrada Familia, que con sus numerosas espigas da la impresión de un centro de recepción de señales divinas.
 Otro encuentro maravilloso fue con Pau Casals, el mejor violonchelista del siglo XX. Fue la mayor sorpresa de mi viaje, había escuchado algunas de sus interpretaciones pero no había tenido mayor curiosidad por su biografía. Sucedió que visitando el Museo de Arte de Girona, súbitamente quedé embriagado por una melodía profundamente melancólica, tono exacerbado por ser interpretada con un violonchelo. Totalmente arrobado  me dejé arrastrar a la fuente de la música. Era una pequeña sala cuyo objetivo era invitar a visitar la Villa de Pau Casals en la región del Vendrell, la hipnótica pieza era El Cant dels Ocells (El canto de las aves), en ese momento pensé que era composición de Casals. El folleto era explícito en el obsequio que implicaba ir a la villa, con una vista hacia el Mediterráneo que no dejaba dudas que era otra puerta de Cataluña hacia lo infinito. Al sur de Barcelona, la Villa se encuentra en una playa de nombre San Salvador, uno se baja en la estación de St. Vicenc de Calders y camina como tres kilómetros a la Villa. Gran parte del recorrido se puede hacer dialogando con las olas del Mediterráneo a través de una playa eterna, completamente vacía por ser temporada de invierno. Acepto que en algún momento sentí temor, pues en un kilómetro no me crucé con ningún ser humano, todas las casas estaban cerradas, así como los restaurantes. De repente me sentí como Juan Preciado entrando a Comala en busca de Pedro Páramo, quizá había entrado a un pueblo fantasma, a la playa de los muertos. Llegué a la Villa a las tres de la tarde, eso me dio tranquilidad, pues daba cierta prueba de realidad. Sin embargo, como es costumbre en esas regiones, todo se cierra entre las 14 y las 16 horas. Por tanto, tenía una hora para encontrar alimento, en los alrededores localicé un restaurante donde había solamente una mesa ocupada, al ingresar me sentí como en una escena de un western, las miradas fueron como de “¿qué buscas forastero?”, sólo alcancé a decir: “quiero comer”. El menú era muy difuso, así  que la dueña, que resultó ser bastante amable, me dijo que una posibilidad era una porción de tortilla española, acepté la oferta y recibí un manjar de dioses, fue una delicia que además pude combinar con unos panecillos mojados con jitomate, aceite de oliva y una copa de vino.
      A las cuatro agradecí la hospitalidad y caminé a la Villa. Era el único visitante, lo cual me permitió jugar por un instante a pasearme como si fuera el propietario. Me paré frente a la vista que ofrecía el folleto y agradecí al azar el que me hubiera permitido llegar hasta ese espléndido lugar, donde la memoria, el espíritu y el mar se fusionan en una armonía que hace justicia al pasado de una región que fue de las más azotadas por la Guerra Civil. En medio de los suspiros del recuerdo y la brisa parecían llegar los murmullos del horror, el llanto de los niños, los gritos de las mujeres y el correr de los hombres, huyendo o enfrentando inquebrantables fuerzas. En mi cabeza resonó una voz diciendo: ¿Por quién doblan las campanas?, por supuesto por ellas y ellos, las víctimas de la matanza orquestada por Francisco Franco.  Con su música, Casals exorcizó el lugar, impregnando con su espíritu cada rincón. En la Villa descubrí que  El Cant dels Ocells  es una pieza tradicional catalana cuyo tema es la navidad, la cual Casals interpretaba siempre al final de sus conciertos como un mensaje de paz. El 24 de octubre de 1971 la interpretó en la sede de la Asamblea General de la ONU cuando le otorgaron la Medalla de la Paz.
       Tras escuchar varias veces El Cant dels Ocells en una sala y comprar un CD con la grabación de la pieza, me encaminé a la estación. Con mayor conocimiento de la zona, recorrí dos kilómetros por la arena del Mediterráneo con el atardecer frente a mi. La conmoción me llevó al llanto, el destino me obsequió el privilegio de que mis lágrimas se hicieran una con esa maravillosa mar.
      En el extremo norte de Cataluña se ubica la patria chica de Salvador Dalí, Figueras, lugar donde se encuentra el Teatro-Museo Dalí, considerado el objeto surrealista más grande del mundo, construido sobre las ruinas del antiguo Teatro Municipal, destruido al final de la Guerra Civil. El propio Dalí argumentó así la pertinencia del espacio: “¿Dónde si no en mi ciudad ha de perdurar lo más extravagante y sólido de mi obra, dónde si no? El Teatro Municipal, lo que quedó de él, me pareció muy adecuado y por tres razones: las primera porque soy un pintor eminentemente teatral; la segunda, porque el Teatro está justo delante de la iglesia en la que fui bautizado, y la tercera, porque fue precisamente en la sala del vestíbulo del Teatro donde expuse mi primera muestra de pintura”. Tras visitar este Teatro-Museo llegué a  varias conclusiones. La primera es que uno puede recorrerlo desde la fascinación, deseando apropiarse lo más posible de su contenido. Esta actitud se hace evidente en personas que desean fotografiar hasta los más mínimos detalles, lo cierto es que el secreto de la obra de Dalí estaba en Dalí mismo, por más que uno devore su obra, no se logrará una transubstanciación. En lo personal, opté por entregarme a la experiencia del espacio, lo cual me permitió descubrir que Dalí no diseñó un museo sino un mausoleo, esto resulta evidente cuando se nota que sus restos se encuentran en un subsuelo sobre el cual hay un área similar a un altar sobre la cual se levanta una cúpula de cristal. Está organizado como una iglesia católica. La tradición arquitectónica de los templos católicos marcaba que debajo del altar debían reposar los restos o reliquias de un santo y encima del altar se debía levantar la cúpula. Sin embargo, con Dalí no se puede más que entregarse a la contemplación de la producción de un genio sin parangón. Como él mismo afirmaba, era un espíritu renacentista, hizo de la creación su verdad, su producción abarca pintura, escultura, arquitectura, instalaciones, mobiliario, joyería, en fin, de su cabeza pudo haber emanado todo un mundo alterno, el planeta Dalí.

         Montjuic es una montaña en medio de Barcelona, la cual cobró gran renombre al constituirse en el corazón de las instalaciones deportivas de las Olimpiadas de 1992. Esa montaña también aloja a la Fundación Joan Miró, centro cultural y artístico impulsado por el pintor para la promoción e investigación del arte contemporáneo. Si bien, mi gusto por la obra del artista precedía a la visita al museo, tuve la fortuna de que se presentará una exposición temporal que concentraba no solamente una gran cantidad de obras, sino que incluía las más significativas del creador. El nombre mismo de la exposición era por sí mismo bastante sugestivo La escalera de la evasión, el cual nace del título de una de sus pinturas. Joan Miró era un contemplativo, solía aislarse en la tierra familiar en Mont-roig, afirmando que toda su obra se inspiraba en sus estancias en dicho lugar. Pero era un convencido de que “no hay ninguna torre de marfil” por lo mismo la idea de una escalera de la evasión, es que todo proceso de ascenso artístico o espiritual tiene fuerza legítima cuando está sostenida en la tierra, en la realidad. Su pintura me remitió a la espiritualidad oriental, esto es, a la experiencia del vacío, a la renuncia de las formas y las representaciones.  Su obra se acerca más a las catedrales góticas, espacios libres de imágenes donde se limitan las proyecciones, el yo se queda sin espejos lo cual permite que emane el espíritu, lo cual, por supuesto, puede ser una experiencia sumamente angustiosa. A diferencia de las catedrales barrocas, llenas de figuras humanas donde uno puede proyectar en el rostro y el cuerpo de los Cristos, las vírgenes o los santos, las imaginerías del yo, creando la fantasía de compañía de seres con rostros bondadosos o extasiados. Miró traza líneas sobre la nada, dejando al espectador libre frente a las líneas sobre el vacío. Si bien manejaba muchos signos y símbolos, en ocasiones son tan abstractos que tan sólo tenían sentido para el artista, dejando a los demás construir su propia experiencia estética.

        De estos cuatro jinetes  espirituales de Cataluña, he recibido invaluables dones: la austeridad y naturalismo de Gaudí, la disciplina y pacifismo de Casals, el renacentismo de Dalí y la evasión de Miró. De los cuatro obtengo principios suficientes para orientar una vida: la aceptación de la existencia de algo superior a uno mismo, la lealtad con el propio talento, la vocación de trabajo y la importancia de producir algo diferente a uno mismo, para no quedar atrapado en el espejo.