Me
narro la historia de lo que no fue,
la
inexistencia es el perchero de la idealización.
Lo
que pude ser,
lo
que dejé de ser,
lo
que sólo soñé ser,
resplandece
con el brillo propio de la ausencia,
del
vacío donde, como aullidos de murciélago,
rebotan
y vuelven mis grandiosas fantasías.
Tropiezo
con la posibilidad retrospectiva,
esa
compulsión de la memoria
a
la ornamentación del pasado.
La
celda del “si hubiera” se ensancha
con
cada recuerdo retocado,
la
añoranza es la enemiga íntima del ser.
La
otra historia no existe,
el
presente es la delta de mi vida,
el
resto es necedad de la imaginación.
La
otra historia no existe,
hoy la empiezo a escribir con la tinta
corriendo
en las venas de mi deseo.
Juan Pablo Brand (2012), La otra historia no existe
En
días previos una paciente joven inició una de sus sesiones de psicoterapia con
la semblanza de los últimos quince años de su vida, enfatizando los puntos
críticos, donde las decisiones o la ausencia de ellas fueron cruciales para
definir largos periodos de su devenir. Se cuestionaba, se recriminaba y
verbalizaba las fantasías que tenía con respecto a lo que sería su vida
actualmente si hubiera hecho las cosas de manera diferente. La versión alterna
era maravillosa: residencia en un país de primer mundo, éxito profesional, convivencia
con una pareja ideal y una calidad de vida encima del 95% de la población
mundial. La escuché, recordé sesiones previas y cuando concluyó la narración
que ocupó casi todo el tiempo de su sesión le dije: “Tu otra historia no existe
y por eso es magnífica”. Me miró unos segundos, tras lo cual su boca esbozó una
ligera sonrisa al tiempo que parafraseó: “Mi otra historia no existe”. Un
psicoanalista lacaniano hubiera concluido en ese momento la sesión, pero siendo
más afín a la corriente relacional en psicoanálisis percibí que la paciente
estaba en uno de esos momentos clave de la vida donde la psique condensa el
trayecto vital y vincular, es lo que Jung denominó psicosíntesis, eventos poco
frecuentes que cuando emanan hay que resguardarlos como diamantes surgidos de
las entrañas del ser. Aproveché los minutos restantes para señalarle a la
paciente que parecía encontrarse en uno de estos momentos, agregando que era un
episodio psíquico donde había el riesgo de quedar atrapada en el tiempo,
repitiéndose incesantemente la crónica de su desventura hasta ser arrastrada primero a la espiral de la
ansiedad para después caer en la noche de la depresión, orientando sus días por
el “pudo ser” mas que por el “soy”. Agregué que otro camino podía ser trabajar
el duelo por esa “otra historia”, lo cual no es sencillo pues al ser una
quimera, no hay restos sobre los cuales llorar, es similar a cuando uno trabaja
con los niños el dolor por la despedida del amigo imaginario.
Esto
me llevó a reflexionar que mi paciente sufría un “mal de época” el cual podría
llamarse “El Mal del Lola”, haciendo referencia al popular largometraje de Tom
Tykwer Corre Lola corre, donde se
plantean tres hipótesis sobre un periodo de veinte minutos en la vida de la
protagonista, las variaciones dependen de encuentros, sucesos, en fin, de
ligeros cambios en la historia que terminan definiendo los tres posibles
finales. El gran éxito de la película fue mostrarnos como la vida se teje a
cada instante y cualquier variable puede cambiar un supuesto rumbo. Cuando
tomamos decisiones abrimos o cerramos mundos, desde ir a un centro comercial
donde podemos coincidir con alguien o enfrentar un suceso inesperado, hasta la
elección de una carrera profesional la cual por si misma nos vinculará con
personas las cuales quizá nunca hubiéramos conocido si hubiéramos optado por
otros estudios u otra institución. Al paso del tiempo fantaseamos sobre esas
decisiones y las posibilidades que se hubieran abierto de haber optado por
otras alternativas. En ocasiones tomamos decisiones que nos libran de un
malestar, un daño o una situación incómoda y agradecemos el giro producido por
dicha decisión. Pero lo que suele predominar actualmente es la idea de que si
se hubiera tomado otro camino las cosas irían mejor, frente a esto surge una
intensa necesidad de protección de la propia historia, la cual se expresa en
afirmaciones recurrentes como “No me arrepiento de nada”. Probablemente las
connotaciones que cobró la palabra “arrepentimiento” en la tradición
judeo-cristiana al asociarse al pecado y su expiación, nos lleva a rechazarla
automáticamente. Para la Real Academia de
la Lengua arrepentirse es “sentir pesar por haber hecho o haber dejado de
hacer algo” y “cambiar de opinión o no ser consecuente con un compromiso”. A
partir de estas acepciones considero muy complicado y hasta ingenuo afirmar “No
me arrepiento de nada”, como si estuviéramos blindados al error. Arrepentirse
no es expiar, es solamente aceptar la propia falibilidad, lo cual nos libera de
la carga de crear y sostener nuestra “historia oficial” llena de grandes
acciones, inagotables placeres, decisiones contundentes y exenta de
equivocaciones y dolor. Tanto “la otra historia” como la posición “no me
arrepentimiento de nada”, manifiestan un intenso temor a la vulnerabilidad y la
angustia de no protagonizar la Historia (con mayúscula y que en general también
es ficticia) y perderse en la brumosa sociedad. Las dos son falsas versiones de
nuestra vida, pues la vulnerabilidad es como la muerte, nadie la quiere cerca
pero de que llega, llega.
Cuenta
la tradición que tras vivir 29 años resguardado en su palacio, Siddhartha
Gautamá pidió permiso a su padre para salir a las calles, el cual accedió pero
dio indicaciones a sus subalternos de que liberaran la ruta que recorrería su
hijo de cualquier estímulo que pudiera afectar la inmaculada percepción del
príncipe. A pesar de los esfuerzos, Siddhartha se enfrentó con la visión de un
anciano, un enfermo y un muerto. Estos encuentros transformaron su cosmovisión
empujándolo a una vida espiritual que lo hizo trascender como el Buda. Retomo
esta conocida historia para subrayar el hecho de que estar vivo, aún en las
mejores condiciones, conlleva la constante posibilidad de enfrentar malestares.
Aún con el autocuidado más sistemático y eficaz, estamos sujetos a la genética,
a la realidad y la condición de los otros. Como quien hace todo para no morir,
sin pensar que si no muere pero los demás si, en algún momento su existencia
será una permanente sucesión de pérdidas.
La
otra historia no existe, insistir en narrarla es cuidar las heridas pero no
dejarlas cicatrizar, como los niños que gustan de arrancarse las costras. La
versión de “no arrepentimiento” es como quitar una cicatriz con cirugía
estética, borrar la evidencia no cambia el dolor vivido en el pasado.
La
otra historia no existe, por tanto podemos empezar a escribirla ahora, desde lo
que somos. Hay quien siente que está condenado por su pasado, frente a esto
retomo una frase extraída de la maravillosa película de Mis tardes con Margueritte de Jean Becker. Germain, protagonizado
por Gérard Depardieu, es producto de un encuentro sexual fortuito de su madre
con un desconocido, por lo cual su madre, quien imaginaba para sí misma una
vida llena de grandes aventuras, le expresa un permanente desprecio por
responsabilizarlo de finiquitar sus aspiraciones. En una ocasión, Germain
conoce a una anciana aficionada a la lectura, Margueritte (Gisèle Casadesus),
con quien establece una relación de amistad. En algún momento Germain le pregunta
a Margueritte que se puede hacer cuando alguien no solamente no ha sido amado
por su madre, sino que ha experimentado su desprecio. Margueritte responde
sabiamente con un enunciado que cito de memoria (por tanto no es textual): No lo sé, probablemente quien no ha recibido
suficiente amor en su infancia tiene todo por descubrir.
Hacer el duelo por
la “otra historia” pretérita nos permite vivir en el presente en total apertura
al descubrimiento, aceptar el “soy” liberados de buscar quimeras para dejarnos
sorprender por el encuentro. Quizá al puro estilo de Alejandro Jodorowsky, uno
debería escribir “la otra historia” en papel, quemarla y enterrarla en una maceta
junto con algunas semillas para ver crecer vida de aquello que nos ha quitado
horas y horas de vida.
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