miércoles, 25 de enero de 2012

La otra historia no existe



Me narro la historia de lo que no fue,
la inexistencia es el perchero de la idealización.
Lo que pude ser,
lo que dejé de ser,
lo que sólo soñé ser,
resplandece con el brillo propio de la ausencia,
del vacío donde, como aullidos de murciélago,
rebotan y vuelven mis grandiosas fantasías.

Tropiezo con la posibilidad retrospectiva,
esa compulsión de la memoria
a la ornamentación del pasado.
La celda del “si hubiera” se ensancha
con cada recuerdo retocado,
la añoranza es la enemiga íntima del ser.

La otra historia no existe,
el presente es la delta de mi vida,
el resto es necedad de la imaginación.
La otra historia no existe,
hoy  la  empiezo a escribir con la tinta
corriendo en las venas de mi deseo.

Juan Pablo Brand (2012), La otra historia no existe


      En días previos una paciente joven inició una de sus sesiones de psicoterapia con la semblanza de los últimos quince años de su vida, enfatizando los puntos críticos, donde las decisiones o la ausencia de ellas fueron cruciales para definir largos periodos de su devenir. Se cuestionaba, se recriminaba y verbalizaba las fantasías que tenía con respecto a lo que sería su vida actualmente si hubiera hecho las cosas de manera diferente. La versión alterna era maravillosa: residencia en un país de primer mundo, éxito profesional, convivencia con una pareja ideal y una calidad de vida encima del 95% de la población mundial. La escuché, recordé sesiones previas y cuando concluyó la narración que ocupó casi todo el tiempo de su sesión le dije: “Tu otra historia no existe y por eso es magnífica”. Me miró unos segundos, tras lo cual su boca esbozó una ligera sonrisa al tiempo que parafraseó: “Mi otra historia no existe”. Un psicoanalista lacaniano hubiera concluido en ese momento la sesión, pero siendo más afín a la corriente relacional en psicoanálisis percibí que la paciente estaba en uno de esos momentos clave de la vida donde la psique condensa el trayecto vital y vincular, es lo que Jung denominó psicosíntesis, eventos poco frecuentes que cuando emanan hay que resguardarlos como diamantes surgidos de las entrañas del ser. Aproveché los minutos restantes para señalarle a la paciente que parecía encontrarse en uno de estos momentos, agregando que era un episodio psíquico donde había el riesgo de quedar atrapada en el tiempo, repitiéndose incesantemente la crónica de su  desventura hasta ser arrastrada primero a la espiral de la ansiedad para después caer en la noche de la depresión, orientando sus días por el “pudo ser” mas que por el “soy”. Agregué que otro camino podía ser trabajar el duelo por esa “otra historia”, lo cual no es sencillo pues al ser una quimera, no hay restos sobre los cuales llorar, es similar a cuando uno trabaja con los niños el dolor por la despedida del amigo imaginario. 
       Esto me llevó a reflexionar que mi paciente sufría un “mal de época” el cual podría llamarse “El Mal del Lola”, haciendo referencia al popular largometraje de Tom Tykwer Corre Lola corre, donde se plantean tres hipótesis sobre un periodo de veinte minutos en la vida de la protagonista, las variaciones dependen de encuentros, sucesos, en fin, de ligeros cambios en la historia que terminan definiendo los tres posibles finales. El gran éxito de la película fue mostrarnos como la vida se teje a cada instante y cualquier variable puede cambiar un supuesto rumbo. Cuando tomamos decisiones abrimos o cerramos mundos, desde ir a un centro comercial donde podemos coincidir con alguien o enfrentar un suceso inesperado, hasta la elección de una carrera profesional la cual por si misma nos vinculará con personas las cuales quizá nunca hubiéramos conocido si hubiéramos optado por otros estudios u otra institución. Al paso del tiempo fantaseamos sobre esas decisiones y las posibilidades que se hubieran abierto de haber optado por otras alternativas. En ocasiones tomamos decisiones que nos libran de un malestar, un daño o una situación incómoda y agradecemos el giro producido por dicha decisión. Pero lo que suele predominar actualmente es la idea de que si se hubiera tomado otro camino las cosas irían mejor, frente a esto surge una intensa necesidad de protección de la propia historia, la cual se expresa en afirmaciones recurrentes como “No me arrepiento de nada”. Probablemente las connotaciones que cobró la palabra “arrepentimiento” en la tradición judeo-cristiana al asociarse al pecado y su expiación, nos lleva a rechazarla automáticamente. Para la Real Academia de la Lengua arrepentirse es “sentir pesar por haber hecho o haber dejado de hacer algo” y “cambiar de opinión o no ser consecuente con un compromiso”. A partir de estas acepciones considero muy complicado y hasta ingenuo afirmar “No me arrepiento de nada”, como si estuviéramos blindados al error. Arrepentirse no es expiar, es solamente aceptar la propia falibilidad, lo cual nos libera de la carga de crear y sostener nuestra “historia oficial” llena de grandes acciones, inagotables placeres, decisiones contundentes y exenta de equivocaciones y dolor. Tanto “la otra historia” como la posición “no me arrepentimiento de nada”, manifiestan un intenso temor a la vulnerabilidad y la angustia de no protagonizar la Historia (con mayúscula y que en general también es ficticia) y perderse en la brumosa sociedad. Las dos son falsas versiones de nuestra vida, pues la vulnerabilidad es como la muerte, nadie la quiere cerca pero de que llega, llega.
       Cuenta la tradición que tras vivir 29 años resguardado en su palacio, Siddhartha Gautamá pidió permiso a su padre para salir a las calles, el cual accedió pero dio indicaciones a sus subalternos de que liberaran la ruta que recorrería su hijo de cualquier estímulo que pudiera afectar la inmaculada percepción del príncipe. A pesar de los esfuerzos, Siddhartha se enfrentó con la visión de un anciano, un enfermo y un muerto. Estos encuentros transformaron su cosmovisión empujándolo a una vida espiritual que lo hizo trascender como el Buda. Retomo esta conocida historia para subrayar el hecho de que estar vivo, aún en las mejores condiciones, conlleva la constante posibilidad de enfrentar malestares. Aún con el autocuidado más sistemático y eficaz, estamos sujetos a la genética, a la realidad y la condición de los otros. Como quien hace todo para no morir, sin pensar que si no muere pero los demás si, en algún momento su existencia será una permanente sucesión de pérdidas.
       La otra historia no existe, insistir en narrarla es cuidar las heridas pero no dejarlas cicatrizar, como los niños que gustan de arrancarse las costras. La versión de “no arrepentimiento” es como quitar una cicatriz con cirugía estética, borrar la evidencia no cambia el dolor vivido en el pasado.
       La otra historia no existe, por tanto podemos empezar a escribirla ahora, desde lo que somos. Hay quien siente que está condenado por su pasado, frente a esto retomo una frase extraída de la maravillosa película de Mis tardes con Margueritte de Jean Becker. Germain, protagonizado por Gérard Depardieu, es producto de un encuentro sexual fortuito de su madre con un desconocido, por lo cual su madre, quien imaginaba para sí misma una vida llena de grandes aventuras, le expresa un permanente desprecio por responsabilizarlo de finiquitar sus aspiraciones. En una ocasión, Germain conoce a una anciana aficionada a la lectura, Margueritte (Gisèle Casadesus), con quien establece una relación de amistad. En algún momento Germain le pregunta a Margueritte que se puede hacer cuando alguien no solamente no ha sido amado por su madre, sino que ha experimentado su desprecio. Margueritte responde sabiamente con un enunciado que cito de memoria (por tanto no es textual): No lo sé, probablemente quien no ha recibido suficiente amor en su infancia tiene todo por descubrir.
Hacer el duelo por la “otra historia” pretérita nos permite vivir en el presente en total apertura al descubrimiento, aceptar el “soy” liberados de buscar quimeras para dejarnos sorprender por el encuentro. Quizá al puro estilo de Alejandro Jodorowsky, uno debería escribir “la otra historia” en papel, quemarla y enterrarla en una maceta junto con algunas semillas para ver crecer vida de aquello que nos ha quitado horas y horas de vida.

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