¿Qué es la
vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño
Gracias... por
ser sobre todo, mujer, cada noche
un misterio.
José María Cano, Enfrentarnos de nuevo a la vida
En el confín de lo
evidente, azotan las olas de la subjetividad, siendo perceptibles solamente su
espuma y algunos restos arrastrados desde sus abismos. Lo insondable de la vida psíquica del
otro concentra excesivamente nuestra atención en sus actos, a partir de los
cuales pretendemos escudriñar sus motivos más profundos, pero no se requiere
ser psicoanalista para saber que los actos humanos pueden ser tan ficticios
como el delirio más embotado. En Relato soñado,
Arthur Schnitzler, confronta diversos clichés de la vida en pareja,
particularmente de la infidelidad, la cual suele ser percibida exclusivamente
como un acto, supuesto erróneo, pues desde el siglo XIX, cuando los Románticos
abrieron las arcas de los sueños y las fantasías humanas, el acto infiel abandonó
su protagonismo para agregarse a un menú de alternativas. Ahora, en los tiempos
de redes sociales, cibersexo y avatares, la Lealtad, observancia de la fe que alguien
debe a otra persona, que es como la Real Academia de la Lengua Española
define la fidelidad, es casi una subversión.
La
narración de Schnitzler es atravesada por dos experiencias, una soñada y una
vivida. Todo inicia en un baile de Carnaval, durante el cual Fridolin y
Albertine se ven enfrentados con circunstancias que tambalean su aparente
estabilidad y súbitamente están dispuestos a buscar sexo con
personas recién conocidas. Fridolin ve frustradas sus intenciones por la
desaparición de las mujeres y Albertine huye asustada, sin embargo, el impulso
permanece y llegando a su
hogar lo desfogan en un encuentro
de pieles con una pasión que hace
tiempo no experimentaban. El recuerdo de esta noche los lleva a la certeza de
que lo sentido durante el baile no
se generó espontáneamente sino que tiene un precedente, en el que los dos se
saben implicados. Encuentran en su memoria común un viaje a Dinamarca, durante
el cual, al igual que en el baile, estando a unos metros una de otro, uno de
otra, visualizan en su entorno personas que despiertan automáticamente su deseo
de vivir un encuentro sexual y si resulta posible, virar su vida para
liarse con una pareja diferente.
Tras
la conversación con Albertine, las defensas de Fridolin se debilitan, el diálogo
sostenido lo llevó a verbalizar lo que durante varios años había sido pensamiento y probablemente había
podido revivir sólo en sueños, el encuentro con aquella muchacha en las playas danesas.
Fridolin sale de casa e inicia un viaje nocturno es pos del cumplimiento de su
deseo. El primer encuentro es con la recién huérfana, Marianne, la cual junto
al cuerpo del padre muerto le declara su amor, Fridolin quien se encuentra ahí en
su condición de médico, deja a un lado su ubicación profesional para entregarse
al pensamiento de que Marianne tendría un mejor aspecto si fuera su amante.
Tras la declaración de la joven, su primera reacción fue mirar de reojo al
padre en el lecho, imagen que atrajo el recuerdo de “una novela que había leído
hacía años y en la que un hombre muy joven, casi un muchacho, era seducido y,
realmente, violado junto al lecho de muerte de su madre, por una amiga de ella.
En ese mismo instante, sin saber porqué, tuvo que pensar en su propia mujer”,
Fridolin es lanzado a una escena de connotaciones edípicas, un padre muerto y
una mujer declarándole su amor, tras lo cual recuerda la novela y piensa inmediatamente en su
esposa, sintiendo rencor por el hombre danés que inspiró las fantasías de
Albertine. Al actualizar los fantasmas del pasado, la excitación se vuelca en
repugnancia por la mujer y se siente liberado cuando suena el timbre anunciando
la llegada del prometido de Marianne.
El
segundo encuentro es con una prostituta. Al entrar en su habitación, su primer
pensamiento es “Naturalmente, no voy a tocarla”, que resulta paradójico,
pareciera que el doctor se está justificando ante alguien que lo observa,
mostrándose ofendido ante una situación que él eligió voluntariamente. La mujer
se desnuda e intenta besarlo, pero él la rechaza argumentando cansancio, sin
embargo, cuando la muchacha finalmente dimite en su intento de seducirlo
Fridolin reacciona cortejándola “como a una mujer amada”, ante lo cual ella se
resiste, él siente vergüenza y abandona sus intenciones.
El
tercer encuentro es con una joven en una tienda de disfraces, la cual es
asediada por dos hombres vestidos de monjes frente a la mirada cómplice del
padre, a quién el protagonista convoca a ejercer la ley para detener la acción.
Finalmente consigue su disfraz de monje, el cual es requisito para ingresar a
una fiesta clandestina de la cual ha sido enterado por su amigo músico.
Llega
a la fiesta a la que ingresa utilizando una palabra que ya en otra ocasión
había roto sus defensas ante su deseo: “Dinamarca”. La diferencia es que ahora
puede ocultarse bajo una máscara, al tiempo que puede encubrir a los personajes
de la escena, como sucede en los sueños, en los cuales se desplazan
representaciones conflictivas a otras más amables. La fiesta resulta ser una
ceremonia orgiástica, una bacanal en toda su expresión. Una mujer cuya única
cubierta es una máscara, se le acerca y le advierte que se retire, su mirada lo
ha delatado, en el universo de la perversión el goce es imperativo por tanto no
cabe el brillo del deseo, el perverso se burla del límite y reconoce
inmediatamente el gesto conflictuado del obsesivo donde combaten el impulso y
la culpa. Pero es tarde y el código del consorcio orgiástico cobra con sangre
las intrusiones, particularmente de los neuróticos que con su culpa se escandalizan
y pretenden regresar todo al orden de lo razonable. La mujer enmascarada se
ofrece como víctima sacrificial para salvar a Fridolin, no es un acto de
compasión, es gratitud frente al ser humano que la ha mirado impregnándola de
subjetividad, la ha liberado de su estado cosificado y por tanto puede morir
como sujeto.
Mientras
esto sucede, Albertine sueña, inaugura el sueño con un desplante histérico, se
coloca “como una actriz en el escenario”, sus padres la han dejado sola a pesar
de que su boda se acerca, busca en el armario su vestido de novia y encuentra
ropas de carnaval, pareciera que le resultan más atractivos los placeres
carnavalescos que las tribulaciones del matrimonio. Aparece Fridolin vestido suntuosamente portando un puñal de
vaina de plata en el costado, como una representación se su pretendido lugar
fálico. Posteriormente ingresan a un claro rodeado por tres lados de bosque y una pared rocosa que a
diferencia del bosque es un obstáculo
infranqueable, esta distribución permite el acceso al claro pero se
requiere franquear la barrera, la descripción en el contexto del sueño hace
pensar en una imagen de la intimidad de Albertine. Se dan un abrazo intenso
pero melancólico y tras una noche de placer Albertine encuentra que ella y
Fridolin están desnudos y experimenta una fuerte sensación de vergüenza que
amenaza con la aniquilación, son Adán y Eva descubriendo su desnudez, tras
haber comido del árbol del conocimiento del bien y del mal. No solamente siente
vergüenza sino también cólera hacia Fridolin a quien culpa de haber puesto a la
luz su deseo, desde su condición histérica se recrimina dejar el lugar
privilegiado de ser causa de deseo de todos, para materializarse en el deseo de
uno y hacer explícito su propio deseo, hecho que vulnera su poder de atracción.
Fridolin se siente obligado a ir a una ciudad “sepultada tiempo atrás y para siempre” a conseguir vestidos
y junto con ello “todas las cosas hermosas”, es como un retorno al pasado
infantil al cual debe ir a buscar las defensas para cubrir lo que debe quedar
fuera de escena, lo obsceno, pero también
encontrar todos los deseos que puedan caber en un bolso de cuero
amarillo, en donde mágicamente caben todos.
Con
la ausencia de su esposo, Albertine parece olvidar la vergüenza y desnuda
entona un bello canto el cual desea que escuche toda la ciudad. Tumbada al sol,
con la certeza de ser más bella que nunca, vislumbra a un hombre similar al
danés, quien pasa a su lado y la saluda cortésmente, su objetivo parece ser la
pared rocosa. La protagonista tiene conocimiento de que el danés ha recorrido
todo el mundo, el personaje repite una secuencia compulsivamente, entra al
claro por el bosque, saluda a Albertine, observa la pared y desaparece, “dos o
tres, o cien veces”. Finalmente se detiene y la mira inquisitivamente, ella ríe
seductoramente, como nunca, y cuando él extiende sus brazos ella intenta huir
más no puede y el hombre cae sobre ella, se hace presa de su propia estrategia
histérica. Se ha consumado el deseo, el bosque y la pared han desparecido, ahora
se encuentra en una llanura llena de flores, ya no hay barreras, el hombre se
encuentra a su lado junto con mil más, Albertine no sabe cuantos de ellos han
visitado su cuerpo, se hace claro su deseo, ella no quiere a un hombre, quiere
a todos los hombres o al menos al hombre que represente a todos los hombres,
esto es, aquel al que todas las mujeres deseen.
En
tanto, Fridolin ha sido apresado bajo el poder de una princesa quien está por
decidir si lo sentencia a muerte o lo absuelve, para esto último tan solo pone como condición que
Fridolin se convirtiera en su amante, al negarse es condenado a ser azotado y
crucificado. Albertine reconoce en la princesa a la muchacha de la playa
danesa, necesita que Fridolin sea deseado por las otras mujeres, que mejor si
esto incluye a una princesa, pues de esta manera ella se coloca en la posición
con mayor poder entre los humanos, el de objeto de la envidia. Pero como
Fridolin no cumple con el perfil, debe ser castigado, crucificarlo es demostrar
el costo de frustrar a una histérica.
Albertine
y Fridolin conforman la conocida
pareja de histérica y obsesivo, cuya posición frente al deseo puede producir el
encuentro o la decepción. Mientras la histérica se dirige hacia su deseo el
cual es ser ella misma EL objeto de deseo, el obsesivo lo rehúye, lo rodea, lo
escudriña, en fin, vive en su prosecución pero no logra reconocerlo, aún
teniéndolo frente a él.
La
madrugada saluda el regreso de Fridolin y el despertar de Albertine, ella le
narra su sueño tras lo cual él decide dormir un momento. Al despertar, sale a
la calle con una idea que lo atormenta, desea vengarse de la crucifixión a la
que su esposa lo condenó, va tras las huellas de su experiencia nocturna,
encuentra los restos de cada uno de sus pasos, busca a las mujeres que lo acompañaron
la noche anterior para consumar ahora sí su deseo, le resulta inconciliable que
Albertine lo haya minimizado como amante. Como le suele suceder al obsesivo,
llega tarde al deseo, cuando las condiciones para cumplirlo se han desdibujado.
Marianne ha decidido casarse e irse a vivir con su prometido, la joven de la
tienda ha consumado el acto amparada por su padre, la prostituta y la mujer de
la fiesta parecían ser la misma persona y se ha suicidado, o quizá la hayan
ayudado a morir. En medio de su búsqueda recibe una carta en la que se le
advierte que abandone sus pretensiones: “Renuncie a sus investigaciones, que
son absolutamente inútiles, y considere estas palabras como una segunda
advertencia. Por su propio interés esperemos que no sean necesarias más”.
Fridolin
renuncia a su objetivo y se dirige a su casa. Llega a su hogar con la intención
de contarle a Albertine todo lo vivido como si fuera un sueño, y una vez comprendido
el recorrido le confesaría que había sido realidad, ante lo cual se pregunta:
“¿Realidad?”, al tiempo que ve junto al rostro dormido de Albertine, es decir,
en el lugar que le corresponde en la cama, la máscara que utilizó la noche
anterior, el objeto que supuestamente debía resguardar su identidad lo había
delatado. Decidido a contarle todo a su esposa perdió súbitamente las fuerzas e
hincado junto al lecho llora silenciosamente ahogando sus gemidos en los
almohadones, pareciera que ante sí se hubiera develado una verdad, su imposibilidad
de alcanzar su deseo que Albertine lo hubiera descubierto. Ella despierta y le
acaricia los cabellos, él le cuenta todo necesitado de expiación y Albertine,
serena aún tras ser visitada por mil hombres en su sueño, le concede el perdón:
-
¿Qué vamos a hacer Albertine?
Ella sonrió
y, tras una breve vacilación, repuso:
-
Dar las gracias al Destino, creo, por haber salido
tan bien librados de todas esas aventuras… de las reales y las soñadas.
- ¿Estás
segura? – le preguntó él.
- Tan segura
que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana,
no significa también su verdad más profunda.
-
Y que ningún sueño – suspiró él suavemente – es
totalmente un sueño.
Ella cogió
la cabeza de él entre sus manos y la apoyó cariñosamente contra su pecho.
-
Pero ahora estamos despiertos – dijo – para mucho
tiempo.
Para
siempre, quiso añadir él, pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella le
puso un dedo sobre los labios y, como para sus adentros, susurró:
-
No se puede adivinar el futuro.