-
¿Qué vamos a hacer Albertine?
Ella sonrió
y, tras una breve vacilación, repuso:
-
Dar las gracias al Destino, creo, por haber salido
tan bien librados de todas esas aventuras… de las reales y las soñadas.
- ¿Estás
segura? – le preguntó él.
- Tan segura
que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana,
no significa también su verdad más profunda.
-
Y que ningún sueño – suspiró él suavemente – es
totalmente un sueño.
Ella cogió
la cabeza de él entre sus manos y la apoyó cariñosamente contra su pecho.
-
Pero ahora estamos despiertos – dijo – para mucho
tiempo.
Para
siempre, quiso añadir él, pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella le
puso un dedo sobre los labios y, como para sus adentros, susurró:
-
No se puede adivinar el futuro.
Arthur Schnitzler, Relato soñado
Albertine baila con
un hombre que no es su esposo, él la mira con la penetrante seguridad del
millonario maduro e ilustrado al tiempo que cita fragmentos del Arte de amar de Ovidio, los pies danzan sobre la superficie de un elegante
salón neoyorkino al ritmo del espléndido Vals
No.2 de Dmitri Shostakovich. El largometraje apenas iniciaba y ya me había
entregado incondicionalmente en las manos de Kubrick.
Fotografía,
sonidos, diálogos, actuación, movimientos de cámara y música; son algunos de los elementos que le dan
vida a una película. El arte de un director es conjuntarlos en una obra para
lograr tonos cuyo vibrar movilice las cuerdas existenciales de los
espectadores. Pocos son quienes pueden ostentar más de un largometraje genial,
contados los que su obra es atravesada por la luz del ingenio. Stanley Kubrick
es uno de ellos. Ojos bien cerrados (Eyes
wide shut, 1999) fue su legado
póstumo a la humanidad, puesto que antes de concluir la edición, sus propios
ojos se clausuraron para siempre.
Con una magistral
dirección, al grado de lograr una buena actuación de Tom Cruise, Kubrick llevó
a la pantalla una novela de Arthur Schnitzler. Confieso que cuando vi el nombre
en los créditos nada me dijo. Tiempo después, en el año 2000, al estar releyendo
uno de los cinco casos clínicos publicados por Freud, el de Dora (1905), el nombre del autor brotó
de la nota pie de página número 33, lo cual sacudió mi atención, mi creencia
era que el escritor era contemporáneo. Decidí iniciar una sucinta investigación
la cual me llevó al descubrimiento
de que dicho autor fue coetáneo de Freud, que compartieron patria y
tiempo, Schnitzler nació en Viena en 1862, era seis años menor que Freud y
murió en 1931, ocho años antes que el psicoanalista.
Freud lo cita en
cuatro de sus obras y su nombre aparece también referido en las biografías
escritas por Jones y Gay. Mi impresión se intensificó cuando revisando un texto
en una librería (Por el amor a Freud o la
otra ronda de Diane Chauvelot), encontré fragmentos de dos cartas escritas
por Freud a Schnitzler, a las que por cierto, el novelista no respondió. Cito
dos selecciones, los cuales me parecen muy reveladoras, la primera es de una
carta escrita el 8 de mayo de 1906, dos días después del onomástico número
cincuenta del psicoanalista, fecha sumamente significativa para el
supersticioso investigador, quien había cargado por varios años con la profecía
de su antiguo amigo, Wilhelm Fliess,
de que moriría a los cincuenta años, certeza que se sustentó en unos
cálculos elaborados bajo una de las tantas erráticas teorías de Fliess. Freud
vivió hasta los ochenta y tres años, dieciséis de ellos enfermo de cáncer.
Fliess murió de setenta.
La epístola dice
así:
A
menudo me he preguntado con asombro cómo había llegado usted a tal o cual
conocimiento íntimo y secreto que yo había adquirido sólo después de una
prolongada investigación sobre el tema, y, finalmente, llegué a envidiar al
autor a quien antes admiraba…
El
segundo fragmento corresponde a una carta escrita el 14 de mayo de 1922,
nuevamente días después de su cumpleaños, ahora el sesenta y seis y meses antes
de ser diagnosticado con cáncer de paladar e inaugurar una ruta de dolor que atravesará
por treinta y tres cirugías:
Querido
doctor Schnitzler:
Tengo
(…) que hacer una confesión, que le ruego no divulgue ni comparta con amigos o
enemigos. Me he atormentado a mí mismo preguntándome por qué en todos estos
años jamás había intentado que trabáramos amistad ni charlas con usted
(ignorando, naturalmente, la posibilidad
de que no hubiera acogido bien mi intentona). La respuesta contiene esta
confesión, que me parece demasiado íntima. Creo que lo he evitado porque sentía
una especie de reluctancia a encontrarme con mi doble. No es que me sienta
normalmente inclinado a identificarme con otra persona, ni que deje a un lado
la diferencia de talento que me separa de usted, pero siempre que me dejo
absorber profundamente por sus bellas creaciones paréceme hallar, bajo su
superficie poética, las mismas anticipadas suposiciones, interés y
conclusiones, que reconozco como propios.
Leer
este fragmento me dejó perplejo, el Professor
Sigmund Freud, para ese momento mundialmente famoso, fundador de un pensamiento
que guiaría las aspiraciones occidentales al menos los siguientes cincuenta
años, cuyo desprecio había arrojado ocho años antes a un episodio de psicosis
al gran Carl Jung, Pater Auctoritas de
un movimiento internacional que le atraía pacientes de todo el mundo, en fin,
en el momento en que el psicoanalista había grabado ya su apellido en los muros
de la Historia, voltea a ver a Schnitzler, para expresarle, de manera más
retórica que en la primera ocasión, su envidia, pues el doble que Freud reconoce,
no es el duplicado, sino el doble de la falla narcisista, esa imagen que a
todas y todos nos persigue mostrándonos nuestro ser aspiracional aún en las
cimas del éxito. Es importante aclarar que si bien las dimensiones de la ciudad
de Viena no eran muy amplias, el encuentro no era necesariamente sencillo,
puesto que de 1870 a 1910 su población aumentó de 840,000 a 2,000,000 de
habitantes, se convirtió en la capital política y cultural de Europa, y la genialidad
parecía contagiosa, pulularon grandes pensadores, políticos y artistas que
renovaron la cultura occidental, privilegio que conservó hasta la primera
guerra mundial, tras la cual se desquebrajó el Imperio Austro-Húngaro, y la
capital de Europa pasó a París, focalizando su parcela cultural en el salón
literario de Gertrude Stein.
Aquel
nombre que vi en los créditos de la película de Kubrick correspondía al del
gran escritor vienés. Por lo que se deduce de las cartas, la envidia de Freud
frente a este narrador, es que mientras él tuvo que recorrer un largo y
riguroso camino por las sendas de las ciencias para arribar al psicoanálisis, Schnitzler,
sostenido solamente en su intuición de escritor, lograba los mismos resultados.
Esto no es del todo cierto, intenso como solía ser, aún en sus años de madurez,
Freud parece dejar de lado que Arthur Schnitzler, al igual que él, estudió
medicina y fue posteriormente que centró su interés en la escritura. Pero la
envidia es un cuchillo que cercena la realidad para retroalimentarse.
Tras
tener conocimiento de todo lo referido en
las líneas previas, no podía no leer una novela de Schnitzler, busqué
sus obras en diversas librerías y no conseguí nada. Pasado un tiempo encontré en
la mesa de novedades un libro con una etiqueta agregada que con grandes letras
anunciaba que era la fuente original de la historia de la película Ojos bien cerrados, y efectivamente el
autor era Arthur Schnitzler (1926), y el título del libro fue traducido como Relato soñado, del original Traumnovelle, que significaría algo así
como Una historia sobre sueños, si le
creemos a los traductores en línea. No dudé ni un instante en adquirirlo y en
cuanto pude comparé el título original en alemán con el de La interpretación de los sueños de Freud, Die Traumdeutung, y aunque era totalmente predecible la
coincidencia, sentí una intensa satisfacción. Leí la novela y me agradó el
hecho de que Kubrick hubiera respetado casi en su totalidad la historia
original, trasladándola de la Viena de la tercera década del siglo XX al Nueva
York de los noventa.
Dejo
pendiente para la siguiente publicación, el análisis de la novela, buscando la
fuente de la envidia de Freud, la cual comprendo, pues la historia es
maravillosa, su lectura nos muestra como el sueño histérico complace más que el
acto obsesivo, nos lanza a un terreno donde las fronteras entre lo onírico y lo
real son borrosas, nos coloca como voyeuristas del escenario donde se
representan los bordes que tocaríamos si pudiéramos actuar sin ser reconocidos.
En fin, nos encontramos frente a una nueva excepción, una película inspirada en
un libro, donde tanto una como el otro son magistrales.
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