jueves, 8 de marzo de 2012

Ojos bien cerrados: un lazo onírico entre Kubrick, Schnitzler y Freud


-       ¿Qué vamos a hacer Albertine?
Ella sonrió y, tras una breve vacilación, repuso:
-       Dar las gracias al Destino, creo, por haber salido tan bien librados de todas esas aventuras… de las reales y las soñadas.
-       ¿Estás segura? – le preguntó él.
-       Tan segura que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda.
-       Y que ningún sueño – suspiró él suavemente – es totalmente un sueño.
Ella cogió la cabeza de él entre sus manos y la apoyó cariñosamente contra su pecho.
-       Pero ahora estamos despiertos – dijo – para mucho tiempo.
Para siempre, quiso añadir él, pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella le puso un dedo sobre los labios y, como para sus adentros, susurró:
-       No se puede adivinar el futuro.

Arthur Schnitzler, Relato soñado


Albertine baila con un hombre que no es su esposo, él la mira con la penetrante seguridad del millonario maduro e ilustrado al tiempo que cita fragmentos del Arte de amar  de Ovidio, los pies danzan sobre la superficie de un elegante salón neoyorkino al ritmo del espléndido Vals No.2 de Dmitri Shostakovich. El largometraje apenas iniciaba y ya me había entregado incondicionalmente en las manos de Kubrick.
Fotografía, sonidos, diálogos, actuación, movimientos de cámara y música;  son algunos de los elementos que le dan vida a una película. El arte de un director es conjuntarlos en una obra para lograr tonos cuyo vibrar movilice las cuerdas existenciales de los espectadores. Pocos son quienes pueden ostentar más de un largometraje genial, contados los que su obra es atravesada por la luz del ingenio. Stanley Kubrick es uno de ellos. Ojos bien cerrados (Eyes wide shut, 1999) fue su legado póstumo a la humanidad, puesto que antes de concluir la edición, sus propios ojos se clausuraron para siempre.
Con una magistral dirección, al grado de lograr una buena actuación de Tom Cruise, Kubrick llevó a la pantalla una novela de Arthur Schnitzler. Confieso que cuando vi el nombre en los créditos nada me dijo. Tiempo después, en el año 2000, al estar releyendo uno de los cinco casos clínicos publicados por Freud, el de Dora (1905), el nombre del autor brotó de la nota pie de página número 33, lo cual sacudió mi atención, mi creencia era que el escritor era contemporáneo. Decidí iniciar una sucinta investigación la cual me llevó al descubrimiento  de que dicho autor fue coetáneo de Freud, que compartieron patria y tiempo, Schnitzler nació en Viena en 1862, era seis años menor que Freud y murió en 1931, ocho años antes que el psicoanalista.
Freud lo cita en cuatro de sus obras y su nombre aparece también referido en las biografías escritas por Jones y Gay. Mi impresión se intensificó cuando revisando un texto en una librería (Por el amor a Freud o la otra ronda de Diane Chauvelot), encontré fragmentos de dos cartas escritas por Freud a Schnitzler, a las que por cierto, el novelista no respondió. Cito dos selecciones, los cuales me parecen muy reveladoras, la primera es de una carta escrita el 8 de mayo de 1906, dos días después del onomástico número cincuenta del psicoanalista, fecha sumamente significativa para el supersticioso investigador, quien había cargado por varios años con la profecía de su antiguo amigo, Wilhelm Fliess,  de que moriría a los cincuenta años, certeza que se sustentó en unos cálculos elaborados bajo una de las tantas erráticas teorías de Fliess. Freud vivió hasta los ochenta y tres años, dieciséis de ellos enfermo de cáncer. Fliess murió de setenta.
La epístola dice así:

A menudo me he preguntado con asombro cómo había llegado usted a tal o cual conocimiento íntimo y secreto que yo había adquirido sólo después de una prolongada investigación sobre el tema, y, finalmente, llegué a envidiar al autor a quien antes admiraba…

  El segundo fragmento corresponde a una carta escrita el 14 de mayo de 1922, nuevamente días después de su cumpleaños, ahora el sesenta y seis y meses antes de ser diagnosticado con cáncer de paladar e inaugurar una ruta de dolor que atravesará por treinta y tres cirugías:

Querido doctor Schnitzler:
Tengo (…) que hacer una confesión, que le ruego no divulgue ni comparta con amigos o enemigos. Me he atormentado a mí mismo preguntándome por qué en todos estos años jamás había intentado que trabáramos amistad ni charlas con usted (ignorando, naturalmente, la posibilidad  de que no hubiera acogido bien mi intentona). La respuesta contiene esta confesión, que me parece demasiado íntima. Creo que lo he evitado porque sentía una especie de reluctancia a encontrarme con mi doble. No es que me sienta normalmente inclinado a identificarme con otra persona, ni que deje a un lado la diferencia de talento que me separa de usted, pero siempre que me dejo absorber profundamente por sus bellas creaciones paréceme hallar, bajo su superficie poética, las mismas anticipadas suposiciones, interés y conclusiones, que reconozco como propios.

     Leer este fragmento me dejó perplejo, el Professor Sigmund Freud, para ese momento mundialmente famoso, fundador de un pensamiento que guiaría las aspiraciones occidentales al menos los siguientes cincuenta años, cuyo desprecio había arrojado ocho años antes a un episodio de psicosis al gran Carl Jung, Pater Auctoritas de un movimiento internacional que le atraía pacientes de todo el mundo, en fin, en el momento en que el psicoanalista había grabado ya su apellido en los muros de la Historia, voltea a ver a Schnitzler, para expresarle, de manera más retórica que en la primera ocasión, su envidia, pues el doble que Freud reconoce, no es el duplicado, sino el doble de la falla narcisista, esa imagen que a todas y todos nos persigue mostrándonos nuestro ser aspiracional aún en las cimas del éxito. Es importante aclarar que si bien las dimensiones de la ciudad de Viena no eran muy amplias, el encuentro no era necesariamente sencillo, puesto que de 1870 a 1910 su población aumentó de 840,000 a 2,000,000 de habitantes, se convirtió en la capital política y cultural de Europa, y la genialidad parecía contagiosa, pulularon grandes pensadores, políticos y artistas que renovaron la cultura occidental, privilegio que conservó hasta la primera guerra mundial, tras la cual se desquebrajó el Imperio Austro-Húngaro, y la capital de Europa pasó a París, focalizando su parcela cultural en el salón literario de  Gertrude Stein.
      Aquel nombre que vi en los créditos de la película de Kubrick correspondía al del gran escritor vienés. Por lo que se deduce de las cartas, la envidia de Freud frente a este narrador, es que mientras él tuvo que recorrer un largo y riguroso camino por las sendas de las ciencias para arribar al psicoanálisis, Schnitzler, sostenido solamente en su intuición de escritor, lograba los mismos resultados. Esto no es del todo cierto, intenso como solía ser, aún en sus años de madurez, Freud parece dejar de lado que Arthur Schnitzler, al igual que él, estudió medicina y fue posteriormente que centró su interés en la escritura. Pero la envidia es un cuchillo que cercena la realidad para retroalimentarse.
      Tras tener conocimiento de todo lo referido en  las líneas previas, no podía no leer una novela de Schnitzler, busqué sus obras en diversas librerías y no conseguí nada. Pasado un tiempo encontré en la mesa de novedades un libro con una etiqueta agregada que con grandes letras anunciaba que era la fuente original de la historia de la película Ojos bien cerrados, y efectivamente el autor era Arthur Schnitzler (1926), y el título del libro fue traducido como Relato soñado, del original Traumnovelle, que significaría algo así como Una historia sobre sueños, si le creemos a los traductores en línea. No dudé ni un instante en adquirirlo y en cuanto pude comparé el título original en alemán con el de La interpretación de los sueños de Freud, Die Traumdeutung, y aunque era totalmente predecible la coincidencia, sentí una intensa satisfacción. Leí la novela y me agradó el hecho de que Kubrick hubiera respetado casi en su totalidad la historia original, trasladándola de la Viena de la tercera década del siglo XX al Nueva York de los noventa.
      Dejo pendiente para la siguiente publicación, el análisis de la novela, buscando la fuente de la envidia de Freud, la cual comprendo, pues la historia es maravillosa, su lectura nos muestra como el sueño histérico complace más que el acto obsesivo, nos lanza a un terreno donde las fronteras entre lo onírico y lo real son borrosas, nos coloca como voyeuristas del escenario donde se representan los bordes que tocaríamos si pudiéramos actuar sin ser reconocidos. En fin, nos encontramos frente a una nueva excepción, una película inspirada en un libro, donde tanto una como el otro son magistrales. 

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