martes, 31 de julio de 2012

Decir la última palabra, el poder en el discurso amoroso según Roland Barthes



De nuevo a escena,
al recurrente guión del quebranto,
donde si gano te pierdo
y si pierdo me increpas.

Tu afán por la última palabra,  
rivaliza con tu mudo placer a ser doblegada.
Mi amor por ti hunde sus raíces
en la tierra media de tus arrebatos.

Continúo por exceso de necedad,
deambular  por tu amor oblicuo
es mi itinerario para no llegar,
pues siempre te encuentro ahí donde no estás.

En tu constante evasión,
olvidas que no se va el que huye sino el que no regresa.
Conserva la última palabra,
mío será el silencio. 

La última palabra, Juan Pablo Brand


La necesidad de este libro se sustenta en la consideración siguiente: el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad.

El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo.

Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes


        Azarosamente, como arriban a la vida muchas de las cosas más sublimes: un inesperado paisaje, las notas de una música lejana, una sonrisa espontánea, la aparición de una bella mujer; así, como resplandor  en una noche despejada, llegó a mis manos el libro Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, el cual escribió tres años antes de unirse a la legión de maestros arrebatados al tiempo por las fauces de la tecnología del transporte. Al igual que Antoni Gaudí y recientemente Theo Angelopoulos, murió atropellado. Al igual que ellos murió en su amada ciudad, circulando por la ruta de su deseo: Gaudí arrollado en Barcelona por un tranvía cuando iba camino a rezar y confesarse, Angelopoulos empujado por una motocicleta policiaca mientras filmaba una película en Atenas y Barthes frente a la Sorbona en París lanzado por una furgoneta de lavandería.  
         Los Fragmentos fueron un éxito editorial, lo cual sorprendió al autor, cuya expectativa era que se venderían solamente quinientos ejemplares. ¿Modestia del filósofo y semiólogo? Difícil sostenerlo, al parecer, era reconocido por su egocentrismo. Quizá la hipótesis enarbolada por algunos de que lo escribió como efecto de un rompimiento amoroso explica la impresión de Barthes al descubrir que un dolor personalísimo era compartido por tantos. El protagonista, o antagonista, según se le vea; es el amoroso, lejano al perfil poetizado  por Jaime Sabines. Mientras el del chiapaneco no salva al amor y se va llorando la hermosa vida, lo único que logra salvar el de Barthes es precisamente el amor y, como Werther, prefiere morir antes que renunciar a la presencia amada.
      Considerando cierto el supuesto del rompimiento amoroso como detonante de los Fragmentos, sería congruente con la definición de su amoroso, puesto que en 1977, Barthes tenía sesenta y dos años, era mundialmente reconocido y aún así se entregaba a las cuitas de la pasión amorosa.
        Organizado alfabéticamente, Fragmentos compila el léxico del amoroso, cada entrada es tan lúcida, honesta y apasionada, que ameritaría un texto (¿metarelato?). Acotando mi deseo, elegí la entrada de Hacer una escena, como pretexto de este texto.
       Inicio con la definición que da Barthes a la Palabra Escena en su Discurso amoroso: La figura apunta a toda “escena” (en el sentido restringido del término) como intercambio de cuestionamientos recíprocos.  En el punto de partida del libro, el autor nos explica su concepto de figura. Retoma la etimología de la palabra Dis-cursus, que significa la acción de correr aquí y allá, son idas y venidas, “andanzas”, “intrigas”. El enamorado no deja de correr, de emprender nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo. Su discurso no existe jamás sino por arrebatos del lenguaje… Se puede llamar a estos retazos de discurso figuras. La palabra no debe entenderse en sentido retórico, sino más bien en sentido gimnástico o coreográfico.  Por tanto, la escena  es una coreografía propia de la vida del amoroso, la cual se representa, en palabras de Barthes: Cuando dos sujetos disputan de acuerdo con un intercambio regulado de réplicas y con vistas a tener la “última palabra”, estos dos sujetos están ya casados: la escena es para ellos el ejercicio de un derecho, la práctica de un lenguaje del que son copropietarios; cada uno a su turno dice la escena, lo que quiere decir: jamás tú sin mí, y recíprocamente.
       Para Barthes, la Escena es como la Frase, la cual una vez enunciada nada obliga a detenerla, puesto el núcleo las expansiones son infinitamente renovables. Para permanecer en el contexto amoroso, tomemos un ejemplo de los Fragmentos: Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Ahora lectora, lector, intenta continuar la frase como gustes, si no estas de ánimo, publícala en Facebook o Twitter y espera respuestas, si tampoco te convencen estas opciones, sal a la calle, entra a un bar o sube a un transporte público y compártela con alguien. O suma dos objetivos en una sola acción, llévala al territorio amoroso, recítala a tu pareja e inicia una Escena. Cualquiera de los caminos, puede llevar a un tejido incesante de lenguaje.
        La Escena es una estructura construida por dos sujetos de la cual comparten los derechos de autoría, la figura es una joya semiótica. Cuando dos personas, particularmente las parejas, han convivido por cierto tiempo, suelen reproducir las mismas secuencias de lenguaje, acto y afecto. Hasta en las situaciones más dramáticas, aparecen guiones establecidos. En una pareja donde suele haber violencia, de antemano se espera que escenifiquen violencia;  en una que discute por dinero, es predecible que iniciarán una querella cuando surjan asuntos económicos; así como aquella pareja que debate en una fiesta si bailarán o no, si en otras ocasiones hemos visto que una de las partes convence a la otra de hacerlo, es cuestión de tiempo, seguramente poco, para que veamos al par girando en la pista.
      Para Barthes, una vez iniciada la Escena, sólo puede ser detenida por alguna circunstancia exterior a su estructura, como la fatiga de las dos partes (no basta la fatiga de uno), la llegada de un extraño o la sustitución brusca de la agresión por el deseo, esto es, el tránsito al romance o al erotismo. Agrega Barthes: A reserva de aprovechar estos accidentes, ningún compañero tiene el poder de cortar una escena ¿De qué medios podría disponer yo? ¿El silencio? No haría más que avivar la voluntad de la escena; soy pues llevado a responder para enjugar, para suavizar. ¿El razonamiento? Nadie es de un metal tan puro que deje al otro sin voz. ¿El análisis de la propia escena? Pasar de la escena a la metaescena (dicho sea de paso, este ejercicio es recurrente en la vida privada de l@s psicólog@s, psicoterapeutas y psicoanalistas, en lugar de entrar con pasión a la escena, se ponen (nos ponemos) a analizarla. Ejemplo: “¿Por qué será que siempre discutimos los lunes en la noche?” o “Me hablas como a tu mamá y soy tu…”) no es nunca sino abrir otra escena. ¿La huida?... como el amor, la escena es siempre recíproca. La escena es pues interminable, como el lenguaje.
         Una vez iniciada la escena, si no es interrumpida por las causas antes mencionadas, tendrá que llegar a su destino: la última palabra. La escena por sí misma no tiene ningún sentido, como dice Barthes ninguna progresa hacia un esclarecimiento o una transformación. El sueño de los participantes es lograr en cada ocasión tener la última palabra, enunciarla, concluir es dar un destino a todo lo que se ha dicho, es dominar, poseer, dispensar, asestar el sentido; en el espacio de la palabra, lo que viene al último ocupa un lugar soberano, guardado, de acuerdo con un privilegio regulado, por los profesores, los presidentes, los jueces, los confesores. En fin, la última palabra es poder, por tanto, si se quiere evaluar la distribución del poder en una pareja, basta con calcular la distribución de últimas palabras que emite cada una de las partes. Pero la vía cuantitativa no es contundente, resulta necesario incluir el factor cualitativo, esto es, quien suele decir la última palabra en las discusiones de temas de mayor alcance. Quizá numéricamente una de las partes suma una gran cantidad de últimas palabras, pero ninguna de verdadera relevancia. 
        Roland Barthes agrega otra salida de la Escena, la más subversiva, que es reemplazar la última réplica  por una pirueta incongruente. Para ilustrarlo, cita una de las historias de la tradición del budismo Zen: es lo que hizo ese maestro zen que, por toda respuesta a la solemne pregunta: “¿Quién es Buda?”, se quitó las sandalias, las puso sobre su cabeza y se fue: disolución impecable de la última réplica, dominio del no-dominio.
        Contar con un repertorio de piruetas incongruentes nos puede resultar útil para escapar de algunas Escenas, sin embargo, lo que aplica en los caminos espirituales no necesariamente aplica en los terrenos de la pareja. Si ante la pregunta de ella o él: “¿Dónde estabas?”, ustedes se quitan los zapatos y los ponen sobre su cabeza, quizá terminen golpead@s por esos mismos zapatos o internad@s en una clínica de adicciones o un hospital psiquiátrico. Gajes de vivir en sociedades regidas por criterios de hipernormalidad.
          Contraviniendo la mítica expresión de Rimbaud Yo es otro, para Barthes, el drama del amoroso es todo lo contrario: es causa de convertirme en un sujeto, de no poder sustraerme a serlo, que me vuelvo loco. Yo no soy otro: es lo que compruebo con pavor. Estamos sujetos a nuestras Escenas, difícilmente podemos modificarlas, forman parte de nuestros repertorios de pareja, si una de las partes se desvía hacia el hartazgo de las Escenas, la pareja se verá amenazada por una fuerte crisis, de la que posiblemente solamente podrán emerger con la disolución de la pareja. Este final no necesariamente es el peor, sobre todo cuando las Escenas implican daños para una de las partes, para las dos partes o para terceros, como en los casos en que los hijos se ven implicados.
       Terminaré con puntos suspensivos, aunque decir la última palabra es un privilegio de quien escribe, es de madrugada y mi ánimo de empoderarme es casi nulo
 


martes, 3 de julio de 2012

En la escena del perdón


¿A dónde va tu mirada Immaculee?
El baño de un metro cuadrado;
siete mujeres callan, comen, orinan, defecan, menstrúan… contienen las ganas de matar.
Noventa días encerradas cuerpo a cuerpo, ahogadas por el clima de Ruanda.
Si creo en la cordura es sólo por ti Immaculee,
que con treinta kilos y la visión de toda tu familia asesinada decidiste seguir viviendo.
¿Es posible el perdón Immaculee?
Tu historia invalida mis intentos por responder.
Mis certezas judeo-cristianas,
mi confortable lugar desde el cual perdono para purificarme y ser feliz,
me parecen ahora inhóspitos.
¿Cómo vivir con tus recuerdos Immaculee?
“Si hubiera tenido una bomba atómica, la habría lanzado sobre Ruanda para matar a todos en esta tierra tonta y llena de odio”.
Así era tu sentir, pero al salir no mataste a nadie.
Me dueles Immaculee,
ya no sé que hacer con esta ira de burgués resentido,
con la inercia al olvido de este entorno imperturbable.
La memoria es tu fortaleza,
frente al  asesino de tu padre,
aún con licencia para escupirle, patearlo y matarlo;
sentiste compasión, hiciste tuyo su dolor y le perdonaste,
no como un acto de limpieza catártica,
sino sembrando el germen de una convicción,
recordar para dar testimonio del horror,
recordar para no olvidar tu decisión de no participar de la destrucción.

Sucinto homenaje a Immaculee Ilibagiza, sobreviviente del genocidio en Ruanda.
Juan Pablo Brand Barajas

Vivimos en la escena mundial del perdón (Valcárcel, 2010), testigos directos o virtuales de horrores de la especie humana, pareciera que preservamos solamente el consuelo de mirar al firmamento y decir “Perdónalos porque no saben lo que hacen”, cuando lo dramático es que los crueles, los torturadores, los genocidas, los golpeadores, los maltratadores, los violadores… saben con precisión lo que hacen. La filósofa española Amelia Valcárcel en su  libro La memoria y el perdón y la productora y directora Helen Whitney en su libro publicado este año,  El Perdón. Tiempo para amar, tiempo para odiar, citan diversas voces que coinciden al decir que en la actualidad se ha trivializado el uso de la palabra “Perdón”. En medio de “sentimentalismo, de reverencia silenciosa y de lealtad new age acrítica”, la palabra ha derivado en un uso de cortesía o un recurso para evadir responsabilidad, al pedir perdón forzamos al otro a perdonar y lográndolo nuestros actos o palabras parecen borrarse, alcanzando la tan ansiada “pureza”, tan buscada en el cuerpo, el espíritu, los espacios y las relaciones. La pureza es indicadora de salud, por tanto, el enfermo es el impuro, quien sufre algún mal, manifiesta su mácula, seguramente hizo algo que le quitó la salud, pudo haber sido en esta vida, en otras pasadas o como consecuencia de alguna impureza en su árbol genealógico. De este razonamiento deriva de que “perdonar cura”, mientras que la memoria enferma, a quien recuerda se le denomina “rencoroso” y se le considera como un cáncer que se carcome a sí mismo y en su descomposición libera una fetidez que incomoda a los “puros”.
Whitney nos lleva por un largo recorrido de testimonios. Inicia con la microesfera humana: una comunidad menonita de Pensilvania donde fueron asesinadas cinco niñas en el 2006 por un sujeto atormentado por su ira hacia Dios, Judith Shaw-McKnight quien fue contagiada de VIH por su pareja que no tuvo el detalle de informarle que era portador del virus, un matrimonio que continuo tras la revelación de más de veinte años de infidelidades del esposo, Terri Jentz quien a sus 19 años fue mutilada a hachazos por un irascible vaquero, en fin, personas debatiendo sobre las posibilidades del perdón en la vida privada. La segunda parte aborda las culpas y el perdón colectivo, las experiencias sociales de la Comisiones de la Verdad y la Reconciliación, en particular la de Sudáfrica, creada tras el fin del apartheid. La penitencia alemana por el Holocausto, desde el arrodillamiento  en 1970 del canciller de la Alemania Occidental, Willy Brandt, frente al monumento a las víctimas del Gueto de Varsovia, hasta nuestros días. Finalmente las gacacas, inspiradas en un sistema judicial de usos y costumbres, como espacio de reconciliación en Ruanda, tras el genocidio. 
       Sumando el contenido de entrevistas a víctimas, especialistas, defensores de derechos humanos y representantes de cultos religiosos; Helen Whitney llega a la siguiente conclusión: “Perdonar, o no perdonar, es una decisión que se toma en el centro de la humanidad que compartimos”. El enunciado condensa algunas ideas que considero de primer orden para tratar el tema del perdón. “Es una decisión”, recordatorio para los  adictos al perdón, que lo ofrecen hasta a la cobra que mató a la inquietante Cleopatra. Muchos psicoterapeutas, corroborando el juicio de Michel Foucault, han hecho de sus consultorios los neo-confesionarios, donde las personas tras un acto de contrición construido con las interpretaciones o intervenciones de los especialistas, piden la absolución o escuchan entre lágrimas los dictados de su psicoterapeuta: “perdona a tu padre”, “perdona a tu madre” o el más impactante que es “perdónate”. Es la ontología de la deuda de la que habla Amelia Valcárcel, que se sustenta en la creencia de que existe una entidad superior a la cual se le puede solicitar el perdón y ésta lo concede de acuerdo a sus inescrutables juicios: “perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El riesgo del perdón, es colocarse en una posición de superioridad moral desde la cual se libera a los “culpables” de sus deudas. Se afirma constantemente “X debería pedir perdón…”, en el momento en que el perdón se hace deber deja de ser perdón. Para Derrida, el perdón es tal, sólo si es incondicional, sin coartada, sin una finalidad más allá del perdón mismo. Lo cual complica las cosas, pues la fantasía recurrente es que el perdón puede redimir al otro, puede traer un nuevo orden o recuperar el perdido, puede traer la paz… supuestos que no suelen cumplirse.
       La segunda parte del enunciado de Whitney es que la decisión de perdonar se toma “en el centro de la humanidad que compartimos”. Sólo en los seres humanos existe el perdón. Hace unas pocas noches fui testigo, junto con unos amigos, de cómo un perro huía de su dueño en un parque, tras los esfuerzos de varios voluntarios espontáneos, impulsados por el desesperado llamado de un hombre sexagenario, el canino retorno y el dueño mostró su descontento golpeándolo con la correa y solicitándole arrepentimiento, ante el esperado silencio del perro, él dictó un código de recto comportamiento para perros, contrastando el inadecuado actuar del prófugo con la conducta deseable del otro perro del señor. Dudo de cualquier impulso de expiación del perro, también dudo que ante el maltrato de su dueño el perro procesara argumentos para perdonarlo, me parece que su huída y posterior mirada y comportamiento denotaban la expresión de una emoción compartida por animales humanos y no humanos: el miedo. Difícilmente un animal que lastima o mata a otro por defenderse, experimentará algo cercano a la culpa, ni tampoco el lastimado expresará su perdón al atacante. En este sentido, Valcárcel hace una pertinente cita del etólogo Konrad Lorenz, quien desde la contundencia científica afirma que tratar al prójimo como a nosotros mismos “no se nos habría ocurrido jamás por inclinación natural”. Esto es, perdonar, implica romper con nuestro programa genético, de ahí el esfuerzo de lograrlo. Agrega Valcárcel: “Los seres humanos, en tanto que animales sociales, son a lo sumo capaces de guardar fidelidad y perdonar las ofensas dentro de un grupo bastante reducido”. Por tanto,  personajes como Gandhi, Nelson Mandela o recientemente en México, Javier Sicilia, son seres totalmente anti-natura.
       La autora antes citada pone en la palestra de la discusión, el tema de la memoria asociada al perdón.  Cita una controvertida afirmación de Jacques Ellul “el mundo lo perdona todo cuando se triunfa”, agregando que el nazismo es horrible “porque ha sido vencido”. Fuertes y contundentes palabras que nos llevan a una profunda reflexión sobre el lugar desde donde perdonamos, nos invita a una revisión de nuestros perdones durante la vida, tras la cual quizá descubramos que perdonamos principalmente en situaciones donde por alguna razón quedamos en una posición de desventaja. Esto es, perdonamos para quitarnos de encima decepciones, malos tratos, descrédito, en fin, perdonamos para olvidar. Mientras disfrutamos con creces historias de triunfadoras y triunfadores que conservan la memoria y una vez alcanzado el éxito o el poder cobran venganza de quienes les hicieron daño.
        Para Valcárcel todos pertenecemos a la estirpe de Caín, para ella, ningún ser humano “obra mal” sin saber que lo está haciendo. Todos portamos la marca de al menos un mal hecho con premeditación en algún momento de nuestras vidas, de ahí que desconfíe del ser humano individual como detentor del poder para repartir culpas y perdones. Considera que conciente de la marca, el ser humano debe intentar “por los medios que razonablemente posee, evitar que se propague” y el mejor medio serían instancias supraindividuales “que nos reaseguren de cuentas, saldos y perdones”. Es decir, Valcárcel coincidiría con la creación de estructuras como las Comisiones de la Verdad y la Reconciliación, donde las partes implicadas presentan sus argumentos y son representantes de la  sociedad quienes emiten un veredicto o el perdón.
      El tema es de una gran complejidad, coincido con Whitney cuando afirma que el perdón es uno de esos temas asociados al “dolor de relacionarnos”, las vinculaciones humanas tienen tanto de amor como de dolor, para conservar uno o curar al otro, forzamos nuestra naturaleza a humanizarse  a cada momento. Desde mi perspectiva, uno de los grandes errores, sobre todo en la Modernidad, es obviar nuestra humanidad. No está dada, la debemos afirmar a cada instante, lo cual requiere de una convicción por la convivencia y el bien común. De ahí, que perdonar, sin coartada, sea uno de los actos con mayor aroma humano.