Beethoven, Mozart y Chopin fueron como mis tíos, en casa de mis
abuelos paternos se hablaba de ellos como si de parientes se tratara, al
atardecer nos visitaban gracias a la invocación de mi abuela, quien se sentaba
al piano e inundaba el entorno con sus notas, en su casa la música resonaba con
una acústica propia de una sala de
conciertos, todo lugar era propicio para escuchar el estilo académico de mi
abuela, la fuerza de mi tía o las titubeantes interpretaciones de aprendiz de mi
hermano. Mi gran placer era ensoñar al ritmo de la música, tras frustrados
intentos de aprender el arte del piano, decidí que por respeto a los grandes
maestros y el bienestar de mi abuela, me limitaría a la apreciación. Agregué
una nueva sazón a mi escucha, escudriñar los viejos libros o mejor aún, leer
las historietas que mi papá y mis tíos leían de niños, que se conservaban
espléndidamente por la pasión por el detalle de mi abuelo, quien mandó empastar
en grupos de quince o veinte una gran cantidad de historietas: La pequeña Lulú,
El pato Donald, Vidas ejemplares, Vidas ilustres, Kalimán o Tesoro de cuentos
clásicos.
De los
tres músicos, Ludwig van, como lo denomina Alex DeLarge, narrador de La Naranja Mecánica, fue siempre mi
predilecto, la pieza que he escuchado
con mayor frecuencia en mi vida es el segundo movimiento de su Sonata N.8. Uno de mis recuerdos más preciados de la niñez es un
capítulo de Charlie Brown, donde el niño
pianista, Schroeder, tras mostrar su indiferencia a los intentos seductores de Lucy y frente a un busto de Beethoven
colocado sobre su pequeño piano, interpreta la mencionada pieza al tiempo que
aparece en la pantalla un desfile de imágenes asociadas a la vida del
compositor. Años después pasé numerosas tardes acompañado de un libro,
una taza de café y mi hermano al piano, quien acariciaba el paisaje de valles
blancos y orografía negra, recreaba el espíritu de Mozart, Bach, Chopin y
claro, colapsaba mi corazón con la Sonata
número ocho de Beethoven. Los
recuerdos de esa época son mi representación del sosiego, cuando era cometa
vagabundo en el universo de lo posible, fui lobo estepario y Raskonikov, corrí
en busca del tiempo perdido, escapé del mundo feliz, bailé con Zorba y me
adentré en las enseñanzas de Don Juan. Desde ese momento letras y música
arrullan mi ansiedad, mi defensa es el repliegue subjetivo.
Entre los tumultos y el ruido circundante, imagino mi solaz, me
protejo de la barbarie para conservar lo excelso de la condición humana, pues
sólo el dolor y la exaltación transforman, entre ellos gira incesantemente la
ruleta de lo banal, que igual frustra, e igual gratifica, pero nunca
transforma.
El maestro brasileño, Paulo Freire, sintetizó su pensamiento en la
frase Educar para transformar, fuera
de este objetivo la educación es un trámite vacío. En este sentido coincide con
el psicoanalista Christopher Bollas, quien dedica una parte importante de su
obra al tema de lo transformacional. Para este autor, el primer objeto
transformacional es la madre, quien con su presencia y cuidado representa un
objeto-ambiente, con el cual el bebé se puede vincular y al mismo tiempo vivir en él, de ahí
que posteriormente todo espacio físico remita a la madre y lo que dentro del
mismo se haga o como se le decore será una proyección del hábitat materno
internalizado. En su libro La sombra del
objeto, Bollas explica: Aún no
individualizada plenamente como otra, la
madre es experimentada como un proceso de transformación, y este aspecto
de la existencia temprana pervive en ciertas formas de búsqueda de objeto en la
vida adulta en que es requerido por su función de significante de
transformación. Líneas adelante agrega: La
memoria de esta temprana relación de objeto se manifiesta en la búsqueda, por
parte de la persona, de un objeto (persona, lugar, suceso, ideología) que
traiga la promesa de transformar el self. La madre ofrece al infante la experiencia de existir, en adelante ese
crío humano conectará con todos aquellos estímulos, ideas, personas y objetos
que contengan alguna oferta transformacional. El curioso es aquél con una mayor
avidez por la transformación, del otro lado está el aburrido, quien por sus
experiencias tempranas se siente incapaz de autoabastecerse de recursos
transformacionales y espera pasivamente la luz de la providencia objetal.
Desde una lectura arquetipal, la transformación se representa con la
figura del mago, en su libro Los
arquetipos y lo inconsciente colectivo, Carl Jung afirma que el mago es como el Ánima, un demon inmortal,
que ilumina con la luz del sentido las caóticas oscuridades de la vida pura y
simple. Es el iluminador, el preceptor y maestro, un psicopompo (conductor de
almas). El mago transforma, canaliza y cura. Sincroniza las contradicciones
humanas, así como las fuerzas encontradas de la
naturaleza. La mayor transformación, es la del Guerrero en Mago, cuando la
fuerza física se transmuta en fuerza espiritual y la lucha terrenal pierde
sentido frente a lo trascendental.
El amor es un gran transformador, principalmente cuando se dirige a
un otro humano, retomando algunas ideas freudianas, el amor es energía de conexión,
el impulso tras las ligazones de las redes vinculares. La canción Love de John Lennon compendia con un mensaje simple el potencial
transformador del amor:
El amor es realidad.
La realidad es amor.
El amor es sentir,
sentir el amor.
El amor es querer,
querer ser amado.
El amor es tocar.
Tocar es amor.
El amor es alcanzar,
alcanzar el amor.
El amor es pedir,
pedir ser amado.
El amor eres tú,
tú y yo.
El amor es saber
que podemos ser amados.
El amor es libertad.
La libertad es amor.
El amor es vivir,
vivir el amor.
El amor es necesitar,
necesitar ser amado.
En un tránsito que va de la realidad y lo tangible, Lennon nos lleva
en un instante a la inescrutable libertad y la vida. Esto es porque el amor es
la abstracción más concreta que tenemos, es inexplicable pero, como decía el
buen Galileo: Sin embargo, se mueve. Es
metafísica sentiente.
Una tarde en que soplaba un fuerte viento, mi abuela nos llamó a mis
hermanos y a mí frente al ventanal de su habitación y nos dijo: miren, los árboles están bailando. Esa
visión me transformó, mi abuela hizo magia, desde ese día observar al viento
surcar entre los árboles es para mí una representación de una danza, es una
celebración animista, un ritual de transformación otoñal, donde mis hojas se
desprenden para dar lugar a nueva vida, a los brotes de mi devenir.
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