martes, 1 de octubre de 2013

Lo que nos transforma: Freire, Bollas, Jung, Lennon y mi abuela


Beethoven, Mozart y Chopin fueron como mis tíos, en casa de mis abuelos paternos se hablaba de ellos como si de parientes se tratara, al atardecer nos visitaban gracias a la invocación de mi abuela, quien se sentaba al piano e inundaba el entorno con sus notas, en su casa la música resonaba con una acústica propia de una  sala de conciertos, todo lugar era propicio para escuchar el estilo académico de mi abuela, la fuerza de mi tía o las titubeantes interpretaciones de aprendiz de mi hermano. Mi gran placer era ensoñar al ritmo de la música, tras frustrados intentos de aprender el arte del piano, decidí que por respeto a los grandes maestros y el bienestar de mi abuela, me limitaría a la apreciación. Agregué una nueva sazón a mi escucha, escudriñar los viejos libros o mejor aún, leer las historietas que mi papá y mis tíos leían de niños, que se conservaban espléndidamente por la pasión por el detalle de mi abuelo, quien mandó empastar en grupos de quince o veinte una gran cantidad de historietas: La pequeña Lulú, El pato Donald, Vidas ejemplares, Vidas ilustres, Kalimán o Tesoro de cuentos clásicos.
De los tres músicos, Ludwig van, como lo denomina Alex DeLarge, narrador de La Naranja Mecánica, fue siempre mi predilecto, la pieza que he escuchado con mayor frecuencia en mi vida es el segundo movimiento  de su Sonata N.8. Uno de mis recuerdos más preciados de la niñez es un capítulo de Charlie Brown, donde el niño pianista, Schroeder, tras mostrar su indiferencia a los intentos seductores de Lucy y frente a un busto de Beethoven colocado sobre su pequeño piano, interpreta la mencionada pieza al tiempo que aparece en la pantalla un desfile de imágenes asociadas a la vida del compositor. Años después pasé numerosas tardes acompañado de un libro, una taza de café y mi hermano al piano, quien acariciaba el paisaje de valles blancos y orografía negra, recreaba el espíritu de Mozart, Bach, Chopin y claro, colapsaba mi corazón con la Sonata número ocho de Beethoven. Los recuerdos de esa época son mi representación del sosiego, cuando era cometa vagabundo en el universo de lo posible, fui lobo estepario y Raskonikov, corrí en busca del tiempo perdido, escapé del mundo feliz, bailé con Zorba y me adentré en las enseñanzas de Don Juan. Desde ese momento letras y música arrullan mi ansiedad, mi defensa es el repliegue subjetivo.
       Entre los tumultos y el ruido circundante, imagino mi solaz, me protejo de la barbarie para conservar lo excelso de la condición humana, pues sólo el dolor y la exaltación transforman, entre ellos gira incesantemente la ruleta de lo banal, que igual frustra, e igual gratifica, pero nunca transforma. 
       El maestro brasileño, Paulo Freire, sintetizó su pensamiento en la frase Educar para transformar, fuera de este objetivo la educación es un trámite vacío. En este sentido coincide con el psicoanalista Christopher Bollas, quien dedica una parte importante de su obra al tema de lo transformacional. Para este autor, el primer objeto transformacional es la madre, quien con su presencia y cuidado representa un objeto-ambiente, con el cual el bebé se puede vincular  y al mismo tiempo vivir en él, de ahí que posteriormente todo espacio físico remita a la madre y lo que dentro del mismo se haga o como se le decore será una proyección del hábitat materno internalizado. En su libro La sombra del objeto, Bollas explica: Aún no individualizada plenamente como otra, la  madre es experimentada como un proceso de transformación, y este aspecto de la existencia temprana pervive en ciertas formas de búsqueda de objeto en la vida adulta en que es requerido por su función de significante de transformación. Líneas adelante agrega: La memoria de esta temprana relación de objeto se manifiesta en la búsqueda, por parte de la persona, de un objeto (persona, lugar, suceso, ideología) que traiga la promesa de transformar el self. La madre ofrece al infante la experiencia de existir, en adelante ese crío humano conectará con todos aquellos estímulos, ideas, personas y objetos que contengan alguna oferta transformacional. El curioso es aquél con una mayor avidez por la transformación, del otro lado está el aburrido, quien por sus experiencias tempranas se siente incapaz de autoabastecerse de recursos transformacionales y espera pasivamente la luz de la providencia objetal.  
       Desde una lectura arquetipal, la transformación se representa con la figura del mago, en su libro Los arquetipos y lo inconsciente colectivo, Carl Jung afirma que el mago es como el Ánima, un demon inmortal, que ilumina con la luz del sentido las caóticas oscuridades de la vida pura y simple. Es el iluminador, el preceptor y maestro, un psicopompo (conductor de almas). El mago transforma, canaliza y cura. Sincroniza las contradicciones humanas,  así como  las fuerzas encontradas de la naturaleza. La mayor transformación, es la del Guerrero en Mago, cuando la fuerza física se transmuta en fuerza espiritual y la lucha terrenal pierde sentido frente a lo trascendental.
       El amor es un gran transformador, principalmente cuando se dirige a un otro humano, retomando algunas ideas freudianas, el amor es energía de conexión, el impulso tras las ligazones de las redes vinculares. La canción Love  de John Lennon compendia con un mensaje simple el potencial transformador del amor:   

El amor es realidad.
La realidad es amor.
El amor es sentir,
sentir el amor.
El amor es querer,
querer ser amado.

El amor es tocar.
Tocar es amor.
El amor es alcanzar,
alcanzar el amor.
El amor es pedir,
pedir ser amado.

El amor eres tú,
tú y yo.
El amor es saber
que podemos ser amados.

El amor es libertad.
La libertad es amor.
El amor es vivir,
vivir el amor.
El amor es necesitar,
necesitar ser amado.

        En un tránsito que va de la realidad y lo tangible, Lennon nos lleva en un instante a la inescrutable libertad y la vida. Esto es porque el amor es la abstracción más concreta que tenemos, es inexplicable pero, como decía el buen Galileo: Sin embargo, se mueve. Es metafísica sentiente.  
       Una tarde en que soplaba un fuerte viento, mi abuela nos llamó a mis hermanos y a mí frente al ventanal de su habitación y nos dijo: miren, los árboles están bailando. Esa visión me transformó, mi abuela hizo magia, desde ese día observar al viento surcar entre los árboles es para mí una representación de una danza, es una celebración animista, un ritual de transformación otoñal, donde mis hojas se desprenden para dar lugar a nueva vida, a los brotes de mi devenir.

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