miércoles, 30 de abril de 2014

Ocupación: lector. Sexo: cuando no leo. Nacionalidad: multimedia.



Ahora que celebramos el día del niño entre mareas de bits,
comparto mi testimonio para  dar cuenta de que
más vale un libro en la mano que aplicaciones bajando,
es cierto que los juegos constituyen un nuevo tipo de narrativa
donde los niños se integran a la historia,
lo cual tiene su encanto, sin embargo, es otro proceso imaginativo,
 generalmente el final es ganar o perder,
esto es, la repetición del universo binario,
lo que no sucede en la literatura, incesante creadora de posibilidades.
Quizá es mi nostalgia de habitante frecuente
de las páginas de los libros la que no me permite
concebir una vida sin ellos.
 Aún así, considero que sean los medios que sean,
toda mi intención  se resume en la locución latina:
Sapere aude, atrévete a saber.


Una mañana de verano, hace mucho tiempo, llegó a las selvas de Totonacapan un muchacho llamado Tajín. Iba por el camino buscando bulla porque era un chamaco maldoso. No podía estar en paz con nadie. Si encontraba un hormiguero le saltaba encima; si venía una banda de monos los apedreaba; zarandeaba los árboles y les arrancaba ramas sin ninguna consideración.

Felipe Garrido, Tajín y los Siete Truenos

     Es una tarde cualquiera de 1982, tengo seis años, tomo ese gran libro rojo con una ilustración en la portada, en la que aparece un indígena totonaca mirando con profunda molestia a siete ancianos vestidos con botas, capas y sombreros; quienes suben por las nubes blandiendo sus espadas. Es el cuento escrito por Felipe Garrido, que lleva como título Tajín y los Siete Truenos, es el primer libro que he leído sin ayuda y quizá por eso lo leo una y otra vez, o quizá es por su inquietante historia donde se funde la leyenda totonaca con la explicación de los fenómenos climáticos.
Largas horas pasé en el largo sillón de la sala con la mirada puesta en la ventana, con las nubes como final de viaje, imaginando a los Siete Truenos en entusiasta danza sobre ellas, hasta provocar los relámpagos y truenos. Tajín me remitía a ciertos compañeros del colegio, quienes cada día parecía resultarles una nueva oportunidad para molestar, golpear o transgredir; me gustaba imaginarlos junto a Tajín al final de la historia, atrapados en el fondo del mar. Tengo frente a mí el cuento, sus tapas están algo gastadas, pero las páginas centrales se conservan con todo su esplendor. Aunque Felipe Garrido afirma que los libros infantiles están no solamente para que los niños los lean sino para que los rayen y dibujen al gusto, yo no puse ninguna marca en los libros que leí sino hasta mis lecturas universitarias, donde me convertí en un anotador salvaje.
     Hasta el mes de junio de 2003 tuve la costumbre de registrar en un cuaderno los libros que leía, esto me permite afirmar con evidencias que mi primera etapa lectora fue de cuentos y particularmente de historietas y cómics, de los que he de haber leído más de mil, me es fácil hacer el cálculo porque mi abuelo paterno nos los obsequiaba encuadernados en grupos de veinte y mis hermanos y yo llegamos a juntar más de cincuenta de estos libros, más las colecciones sueltas.
      Como buen niño católico, a los diez años leí Corazón de Edmundo de Amicis y posteriormente Juan Salvador Gaviota  de Richard Bach. Pero fue a los quince años en la asignatura de Literatura Hispanoamericana donde me lancé al océano de las letras castellanas: Azorín, Alas Clarín, Unamuno, Pérez Galdós, García Lorca, Nicolás Guillén, Gamboa, Yáñez, Rulfo, García Márquez y Vargas Llosa. También leí por primera vez a Shakespeare y a Kafka. Fue un despertar que posteriormente se intensificó con la asignatura de Filosofía donde leí los poemas de los presocráticos, los diálogos de Platón, Aristóteles, los padres de la Iglesia Católica, Maquiavelo, Descartes, así hasta llegar a El existencialismo es un humanismo  de Jean-Paul Sartre. A los dieciocho, leí Cien años de soledad y mi primer libro de Milan Kundera, también leí por primera vez a Freud, cuyas obras completas me compré en ese momento. También a mis dieciocho años llegaron los autores rusos, así como Giovanni Papini, Aldous Huxley y Hermann Hesse. A los 20 me nació una cierta pasión por la antropología, logré leer el gran tabique de La rama dorada de James Frazer, a Mircea Eliade, Malinowski y Levi-Strauss. A los 21 leí, entre muchos otros, la biografía de Lacan escrita por Élisabeth Roudinesco, mismo año en que leí El Quijote. A los 22 entraron en escena Michel Foucault, Victor Hugo y los sociólogos. Esto último se debió a la elaboración de mi tesis de licenciatura  que trató sobre los efectos de la globalización en los universitarios y coincidió con la toma de las instalaciones de la UNAM por parte de los estudiantes durante un año. En adelante el desfile de autores es extenso y desordenado, sólo en literatura: Revueltas, Vasconcelos, Saramago, Pérez-Reverte, Moliére, Stendhal, Kazantzakis, Borges, Italo Calvino, Rowling, Chéjov, Schnitzler, Abe, Stevenson, Mishima, Hoffmann, Schwob, Mann, Vian, Joyce, Beckett, Pasternak, Volpi, Melville, Nabokov, Conan Doyle, Balzac, Sicilia, Burgess, Aridjis, en fin, la lista incluye hasta algunos tropiezos como  El alquimista de Paulo Coelho.
     El recuento concluye en 2003, no porque haya dejado de leer, sino porque la vida me enseñó que mi lista tan cuidadosamente elaborada había llegado a un punto imposible, hasta ese momento registraba solamente los libros que había leído completos, esto dejaba fuera los artículos, la lectura de capítulos y  la lectura en internet. Para una investigación que elaboré en mi servicio social de la licenciatura sobre los tratamientos utilizados para intentar curar los síntomas psicóticos en México desde el periodo prehispánico hasta la actualidad, reuní dos anchas carpetas de documentos, que en suma podrían haber constituido cuatro o cinco libros. En mi computadora guardo cientos de textos electrónicos de diferentes categorías. Las formas de lectura han cambiado.
     Ya soy más selectivo con mis lecturas, anteriormente si iniciaba un libro aunque no me gustara lo leía hasta el final. Ahora si avanzo en las páginas y el texto no me aporta nada, lo dejo, sin importar el grado de progreso. ¿Cuánto podemos leer en una vida? Si calculamos un libro por semana durante 70 años suman 3640, es un parámetro realista, ya que con la edad se van perdiendo ciertas habilidades. En 2009, Louise Brown, una mujer escocesa que para ese momento tenía 91 años, había leído 25,000 libros en un periodo de 63 años, lo cual equivale a 397 libros por año, esto es, más de un libro por día. Este dato nos muestra que Miss Brown había dedicado sus días a leer, lo cual es posible en una población pequeña, con una buena biblioteca y una vida subsidiada. También hay que considerar la extensión de los libros, actualmente leo la novela en cinco partes de Roberto Bolaño, 2666, la cual tiene un total de 1119 páginas. Estoy por llegar a la 700 en la segunda semana de su lectura, cuando leí Pedro Páramo hace más de veinte años, lo hice en una tarde. Por lo mismo es relativa la cantidad de los libros. Como no tengo un mecenas, no creo poder alcanzar a Miss Brown, pero sumando todas las lecturas creo que en mi vejez superaré la cifra de los 3640, siempre y cuando no muera aplastado por el libro de Bolaño.
     Nuevamente miro el libro de Tajín y los Siete Truenos, no sé cual será el último libro que leeré en mi vida, pero este tomo que me acompaña desde hace 32 años es un recordatorio de que el libro que más me gusta es el estoy leyendo en el momento y que al terminarlo dejará ese lugar al siguiente.

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