Las
muertes inesperadas conmueven las raíces de nuestros miedos, nos colocan frente
a la evidencia de la relatividad de la vida, la cual flota impulsada lo mismo
por la alegría y la previsión como por el azar y el dolor. Ya lo cantaban hace siglos los monjes
Goliardos: ¡Oh, Fortuna, como la luna, de
condición variable, siempre creces o decreces! La detestable vida primero
embota y después estimula, como juego, la agudeza de la mente. Cuando se
trata de un suicidio la inquietud se desborda, es el recuerdo de nuestro
recurso más radical de libertad, pero también de lo obscuro que pueden llegar a
ser los días de un ser humano. Es por esto que la noticia del suicidio del
actor Robin Williams es un gran impacto para nuestro sistema actual de valores,
resulta incomprensible que una persona enfocada en narrativas inspiradoras
decida matarse, es como la rendición del profeta quien tras asomarse más allá
del horizonte nos informa que no hay nada, quien al salir de la caverna de
Platón, nos informa que afuera todo es nebuloso y que las sombras son nuestro
único patrimonio existencial. De todos los rincones emergen especialistas que
pretenden apoderarse de su caso. Los especialistas en trastornos afectivos
dicen: “Una víctima más del Trastorno Bipolar”. Los especialistas en adicciones
analizan sus desintoxicaciones y sus recaídas. Los especialistas de sociales
hablan de las presiones de la fama. Todos tienen una opinión, todos creen tener
el control, todos tienen una solución. Lo cierto es que Robin Williams, con sus
recursos económicos, tenía acceso a lo más avanzado y aún así, se suicidó. Esto
me lleva a la conclusión de que todo el furor actual por la felicidad y el
bienestar resulta sospechoso, y que en lugar de estar atendiendo a las fuentes
del malestar humano tan sólo se está haciendo lo que mi buen maestro, José
Eduardo Tappan, denomina: “Hojalatería y pintura”.
Carpe diem (Aprovecha el día), le repetía Mr.
Keating (Robin Williams) a sus estudiantes de literatura de la Academia Welton,
expresión que alentó a toda una generación, los adolescentes del fin de la
guerra fría, testigos de la caída del Muro de Berlín. La convicción y entusiasmo
de Mr. Keating nos contagiaron, particularmente a quienes teníamos aspiraciones
artísticas, sentimos el impulso a
formar nuestra propia Sociedad de poetas
muertos. La realidad es que gran parte de los intentos de reunir estas
sociedades terminaron en amenas y delirantes noches de borrachera, inundadas de
vulgaridad, por lo que lo único que logramos fue una modesta Sociedad de poetas puercos.
La voz
de Mr. Keating permaneció por varios años en nuestra memoria, hasta el momento
en que se agotó el mensaje, la resolución de asuntos cotidianos le quitó brillo
a la frase, en lugar de que
aprovechemos los días, los días parecen aprovecharse de nosotros: ansiedades,
trabajo, tráfico, crisis, desasosiego, en fin, el adolescente de épocas pasadas
retorna para señalarnos al final de una jornada laboral y cual Poncio Pilato
frente al Cristo, nos dice: Ecce homo (¡He
aquí al hombre!) y nos entrega en manos de los dispositivos tecnológicos para
generarnos algo de esperanza o al menos permitirnos cierta evasión: Carpe iPadiem, Carpe Netflixiem, Carpe
Facebookiem…
Como
decía el maestro Cuco Sánchez: Fallaste
corazón, no vuelvas a apostar. Este es el profundo desencanto que nos deja
la muerte de Robin Williams, muestra que el optimismo suele ser la botarga en
la que se oculta el sufrimiento. Películas como Jack, Mente indomable o El hombre bicentenario serán en adelante
una promesa incumplida, una apuesta fallida. Williams no es responsable de
esto, más bien fue víctima de la industria del bienestar.
Saber
que no estamos obligados a ser felices es una liberación, la vida es una oferta
de complejidad de la cual me gusta abrevar aún con riesgo de dolor. El desfile
de famosos muertos por desencanto (por mencionar sólo algunos recientes: Heath
Ledger, Philip Seymour Hoffman, Amy Winehouse Whitney Houston, Cory Monteith) nos recuerdan el título del famoso libro de Milan Kundera: La vida está en otra parte.
Por lo
pronto me despido de Robin Williams con el inicio del famoso poema que Walt
Whitman dedicó a Abraham Lincoln y con el cual rinden homenaje los estudiantes a Mr.
Keating en la película de La Sociedad de
los poetas muertos:
O Captain, my Captain!
buena aportación
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