miércoles, 1 de julio de 2015

La cama propia

En cuanto se despertó y vio su cama, supo que algo fue mal esa noche. Este pensamiento es habitual en quienes duermen acompañados, pero no era su caso, no tenía a quien responsabilizar sino a sí mismo, lo cual no era la mejor manera de iniciar un día. Primero lo visitó el desasosiego, la escena le hizo rememorar sus peores vivencias entre las sábanas, desde el encuentro con esa mancha misteriosa en un hotel de paso hasta las remotas noches en vela tras haber visto la película de “El exorcista” cuando era niño. 
Recordó la forma de dormir de las personas con las que había compartido la cama, la diversidad de los estilos le trajo al rostro la sonrisa más espontánea que había tenido en mucho tiempo. Cómo olvidar a “la estrella”, que invadía el centro del colchón y estiraba brazos y piernas, dejándole tan sólo un recoveco en el que dormía con una mezcla de cuidado y molestia. La “nunca-me-callo”, que hasta dormida seguía charlando. Su recuerdo era ameno, siempre le han intrigado los misterios del sueño, así que tener la oportunidad de investigar eventos como el sonambulismo o el habla dormida le resulta entretenido. Con ella, sus intentos por indagar información que le resultaba útil fueron infructuosos, así desacreditó los mitos de estos comportamientos nocturnos, como el que afirma que dormidas, las personas develan verdades. Qué decir de los sustos que le provocó “la muerta”, cuya cara bonita hacia más siniestra la experiencia. Para dormir, ella se colocaba boca arriba, cruzaba las manos sobre su pecho y así permanecía hasta despertar. La primera noche que pasó a su lado, se despertó por la madrugada por una urgencia fisiológica y súbitamente la encontró en esa posición de solemnidad funeraria, el grito que salió de su vientre la despertó, tuvo que argumentar el efecto de una terrible pesadilla pues nada seductor resultaba decirle que su visión le recordó a su abuela en el ataúd.
Las sonrisas se volcaron en profunda melancolía al momento que volvió a su memoria quien fue su gran amor, añoró ese maravilloso fin de semana en que se propusieron emular a John Lennon & Yoko Ono y no salieron de la cama durante casi 58 horas, salvo para los requerimientos corporales. Hicieron de la cama su territorio, todo sucedía ahí, era un lugar donde las posibilidades se multiplicaban a cada instante. Fue acostados sobre el cubrecama que ella le dijo que ya no le amaba. Durante meses lo conservó, se envolvió con él cada noche, sufrió con intensidad la mañana en que ya no encontró el aroma de ella en ningún rincón de la cubierta, pero también supo que era momento de terminar. Buscó el lugar ideal para hacer el ritual de quema de cubrecama, junto con el cual lanzó al fuego fotos, ropa y todas esas huellas que se van quedando en la rutina de convivencia.
    Su cama esa mañana se transformó en horizonte de sentido, la escena que lo conmovió al despertar fue señal de que en realidad nunca duerme solo, basta con que cierre los ojos para que las sábanas sean invadidas por demonios, hadas,  recuerdos  y toda la fauna que se alimenta de las formaciones de su  inconsciente. Aún así, la cama propia, como la habitación  propia de Virginia Woolf, es un espacio de posibilidad y creación el cual se resiste a compartir.

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