Para mi querido
primo-amigo Gerardo Barajas Garrido,
por ese reencuentro que
no fue en domingo, pero que lo parecía.
Por la memoria común,
la amistad y las letras.
Un sillón, la lluvia estival y sus recuerdos. El presagio de una
nostalgia perfecta. Era domingo, el atardecer se detuvo con esa luz sepia de
fotografía antigua, no le pareció ajena, así se iluminaban gran parte de sus
sueños. Entre ellos había uno recurrente, en el cual volaba por encima de una
ciudad desierta sin señales de cataclismo, el abandono parecía no responder a
una guerra o desastre natural, tan sólo estaba carente de vida, sin ni siquiera
un árbol o alguna persistente hierba. Como toda ausencia que resuena, descubrió
que no respiraba, lo cual esclareció el misterio del fin de la vida en ese
lugar, se quedó sin atmósfera. Una vez, al despertar, tuvo dos pensamientos, uno sobre la
luz sepia de su sueño y el otro fue una fugaz interpretación del viaje onírico que acababa de concluir, a
su vida actual se le había agotado el oxígeno así que era tiempo de cambiar. Salió
de su larga ensoñación y aún era domingo.
El incesante llanto de las nubes lo trasladó a su niñez, cuando durante
las tardes lluviosas, en el hastío del encierro, esperaba frente a la ventana
el cesar del temporal. En ocasiones intentaba contar las gotas, no todas, se
limitaba a mirar un sólo metro cuadrado y sumarlas, para luego
multiplicarlas por los metros cuadrados que imaginaba media la calle en la que
vivía. Nunca logró el conteo. Otros momentos fueron más filosóficos, imaginaba
a las gotas como personas y los charcos como la sociedad en la cual éstas se
diluían, esto le hacía considerar a las gotas de las ventanas como las más autónomas,
así que observaba por horas como se fusionaban unas con otras y al concluir el
goteo, rescataba a varias con su dedo y las colocaba en un pequeño plato que
metía en el congelador. Una vez en estado sólido las pasaba a un bote también
al interior del congelador, conservando así su individualidad. De esta manera
se sentía el guardián de los derechos de las gotas de lluvia. Un relámpago lo
sacó de sus cavilaciones y aún era domingo.
Sus ojos se enturbiaron con la vuelta de esa escena en la que corre con
sus amigas y amigos bajo la tormenta, cubiertos tan sólo con su osadía y calor
adolescentes, era verano, eran vacaciones, eran libres y no estaban dispuestos
a ceder ni un ápice de su albedrío. Añoró aquel fuerte abrazo de su gran amigo
y el beso inesperado de la chica que lo mantenía insomne con su distancia. Bebían
la lluvia, saltaban en los estancamientos y contaban al unísono los segundos
entre el relámpago y el trueno para después gritar hasta llevar al límite sus
pulmones. Ellas y ellos se habían dispersado, un dolor se le detuvo en la
garganta y supo que nunca más correría a su lado escapando de la
responsabilidad y, además, aún era domingo.
Se acercó al cristal y lo tocó con intención de sentir la fuerza del
viento, fue así que rememoró las manos de su abuela, esos poemas encarnados con
los cuales dirigía su fantasía los días de lluvia. Las movía frente a la
ventana mientras le narraba como las gotas eran un obsequio del cielo para los árboles
y eso explicaba la danza que éstos hacían durante las lluvias, era un gesto de
gratitud por el don del agua y la vida. Su abuela murió una noche de verano, él
todavía era niño y creía en la transmigración de las almas, sobre todo por las
historias que le había contado ella. Desde ese momento al tocar la lluvia,
tiene la sensación de que su abuela ha bajado del cielo para bendecirlo como
solía hacerlo antes de dormir. Así decidió salir para sentir el contacto de las
gotas sobre el rostro, pues fue una noche como esa cuando se fue su abuela,
antes de la medianoche y cuando aún era domingo.
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